Walking on the moon

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domingo, 1 de febrero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 4ª

Desde que he empezado a leer y traducir el cuaderno, no he parado de preguntarme quién sería la autora (porque ahora está claro por lo menos el sexo de quien escribe) y adonde se habían desarrollado sus días de viaje. ¿Una estudiante universitaria de vacaciones? ¿Una funcionaria en búsqueda de algún tipo de emoción extra-ordinaria? ¿Una recién divorciada que emprende un viaje a Oriente «en búsqueda de sí misma»? ¿Una aventurera? ¿Una periodista? ¿Una persona «normal» como yo? ¿Y cuál podía ser este país con muchos turistas, calor y humedad, una ciudad ruidosa e inhóspita? ¿Y a qué despedida se refiere? Sigo leyendo con deseo y curiosidad. Juego a meterme en su piel, a usar sus palabras para viajar yo también a algún país desconocido que me haga abrir los sentidos. Y más avanzo, más encuentro frases que hubiera podido decir yo misma y siempre que me pasa esto leyendo libros o ensayos me causa un doble efecto. Por un lado está el conforto en el sentirme humana y comprobar que al fin y al cabo compartimos todos un único cerebro al que vamos consultando (quién más quien menos) para plasmar nuestras ideas que, sin embargo, creemos ser muy personales y originales. Por otro lado me siento quemar de envidia por no haber sido yo la primera en grabar esas palabras en algún lugar, un escrito, un libro, un blog en internet, un cuaderno de viaje perdido… Y entonces decido seguir jugando y apoderarme de las frases de esta desconocida, transmitirlas a quien tendrá la paciencia y la misma curiosidad que tengo yo por seguir descifrando estos recuerdos, estos trozos de vivencias pasadas ajenas que ahora me pertenecen.

Día 3º
Hoy debería ser el día de adaptación. He dormido mucho, el cuerpo me lo pedía. Percibo un dolor liviano en la garganta, estoy al límite y tengo miedo de enfermar. Tomo mi primer desayuno de fruta y café cómodamente sentada y me medico. El masaje de ayer me ha dejado dolorida, como después de un entrenamiento de karate tras un año de inactividad. Me he despertado contenta, a pesar de todo. He decidido disfrutar de mi último día en la Ciudad ignorando los sitios turísticos y los monumentos para dedicarme a mi actividad favorita cuando estoy viajando: la observación casual del panorama urbano y humano.

Subo al bus #15 en la parada delante de mi pensión y me entrego al desgastado y humeante vehículo que se lanza intrépido en el hormigueo del tráfico matutino. Desde la ventanilla entra una liviana brisa y miro sin filtro el paisaje que desfila a velocidad intermitente: carritos de cualquier tipo de objeto (principalmente de comida), vagabundos de mirada vacía, niños en filas ordenadas dirigiéndose hacia una escuela, cruces caóticos y grises, edificios fantasmas. Bajo en la parada de un famoso centro comercial. Quiero ser testigo directo de este contraste de lujo y decadencia que permea la Ciudad. En esta parada se puede coger el tren sobre vía elevada de dos plantas, un monstruo de cemento gris y marrón con pilares como enormes patas de mamut. Un enredo de pasajes peatonales, pasarelas, tiendas, puestos ambulantes, callejuelas en estado de descomposición. Compro un billete de ida y vuelta para pasar sobre el río y observar la Ciudad que se lava la cara y se adorna con campos de golf, hoteles de lujo, barrios residenciales en construcción. Sólo es un rápido paréntesis que deja la escena a una extensión de suburbios sin fin, donde tradicionales techos de pagoda se alternan a edificios de cemento de enormes vidrieras reflectantes.

A la vuelta entro en el centro comercial. Inmenso, impoluto y perfecto. Boutiques de alta costura, grandes firmas, tiendas de diseño exclusivo y gadgets.  Me concedo una fugaz y picantísima comida en una de las callejuelas que lindan el centro comercial, extinguiendo el fuego con sorbos de té de jazmín. Faltan cuatro horas a la cita para partir en bus hacia el norte, donde me esperan lluvia y temporales. Decido pasar estas horas en un maravilloso parque, el más grande de la Ciudad, que quiere despedirse rescatándose de la mala acogida haciéndome don de unos momentos de tranquilidad y naturaleza. Empiezo a notar el cansancio y el sueño vuelve.

Ha sido una idea estupenda venir aquí al parque. Para estos momentos de sol y juegos de reflejos, para este skyline en contraluz, para los graznidos de los cuervos, para el varano en la orilla del lago, para los cinco minutos de yoga, para las fotos bien tomadas y las risas de los niños que juegan, para esto, aunque fuera sólo para esto, ha merecido la pena quedarse un último día en la Ciudad. Espero que la salud se quede conmigo y que me haga disfrutar de los días a venir en las montañas, a pesar de la lluvia.

Una última vuelta en el parque “del rescate”, una pausa en un banco, alguna pagina de «L’usage du monde», una ardilla apresurándose entre las ramas y cruzo finalmente la puerta principal del parque donde, a las seis en punto, delante de la estatua de Rama VI, resuena el que creo ser el himno nacional. Todo el mundo para de golpe, se congela como en una película de ciencia ficción sobre el fin del mundo. Parecen todos estatuas. La mano sobre el corazón. Yo también me paralizo y participo de este momento solemne y surrealista. Me siento parte de la Ciudad, ahora.

 18.30h En la estación de buses.
Una hora de espera, un batido de té verde, un poco de descanso.

Dejo la Ciudad. La mente aturdida como después de un sueño. La alucinación de otra yo. Un espejismo que deja un rastro de esperanza. 


...to be continued...




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