Desde que he empezado a leer y
traducir el cuaderno, no he parado de preguntarme quién sería la autora (porque
ahora está claro por lo menos el sexo de quien escribe) y adonde se habían
desarrollado sus días de viaje. ¿Una estudiante universitaria de vacaciones?
¿Una funcionaria en búsqueda de algún tipo de emoción extra-ordinaria? ¿Una
recién divorciada que emprende un viaje a Oriente «en
búsqueda de sí misma»? ¿Una aventurera? ¿Una periodista?
¿Una persona «normal» como yo? ¿Y cuál podía ser este país con muchos turistas,
calor y humedad, una ciudad ruidosa e inhóspita? ¿Y a qué despedida se refiere?
Sigo leyendo con deseo y curiosidad. Juego a meterme en su piel, a usar
sus palabras para viajar yo también a algún país desconocido que me haga abrir
los sentidos. Y más avanzo, más encuentro frases que hubiera podido decir yo
misma y siempre que me pasa esto leyendo libros o ensayos me causa un doble
efecto. Por un lado está el conforto en el sentirme humana y comprobar que al
fin y al cabo compartimos todos un único cerebro al que vamos consultando
(quién más quien menos) para plasmar nuestras ideas que, sin embargo, creemos
ser muy personales y originales. Por otro lado me siento quemar de envidia por
no haber sido yo la primera en grabar esas palabras en algún lugar, un escrito, un libro, un
blog en internet, un cuaderno de viaje perdido… Y entonces decido seguir
jugando y apoderarme de las frases de esta desconocida, transmitirlas a quien
tendrá la paciencia y la misma curiosidad que tengo yo por seguir descifrando
estos recuerdos, estos trozos de vivencias pasadas ajenas que ahora me
pertenecen.
Hoy debería ser el día de adaptación.
He dormido mucho, el cuerpo me lo pedía. Percibo un dolor liviano en la
garganta, estoy al límite y tengo miedo de enfermar. Tomo mi primer desayuno de
fruta y café cómodamente sentada y me medico. El masaje de ayer me ha dejado
dolorida, como después de un entrenamiento de karate tras un año de
inactividad. Me he despertado contenta, a pesar de todo. He decidido disfrutar
de mi último día en la Ciudad ignorando los sitios turísticos y los monumentos
para dedicarme a mi actividad favorita cuando estoy viajando: la observación
casual del panorama urbano y humano.
Subo al bus
#15 en la parada delante de mi pensión y me entrego al desgastado y humeante
vehículo que se lanza intrépido en el hormigueo del tráfico matutino. Desde la
ventanilla entra una liviana brisa y miro sin filtro el paisaje que desfila a
velocidad intermitente: carritos de cualquier tipo de objeto (principalmente de
comida), vagabundos de mirada vacía, niños en filas ordenadas dirigiéndose
hacia una escuela, cruces caóticos y grises, edificios fantasmas. Bajo en la
parada de un famoso centro comercial. Quiero ser testigo directo de este
contraste de lujo y decadencia que permea la Ciudad. En esta parada se puede
coger el tren sobre vía elevada de dos plantas, un monstruo de cemento gris y
marrón con pilares como enormes patas de mamut. Un enredo de pasajes
peatonales, pasarelas, tiendas, puestos ambulantes, callejuelas en estado de
descomposición. Compro un billete de ida y vuelta para pasar sobre el río y
observar la Ciudad que se lava la cara y se adorna con campos de golf, hoteles
de lujo, barrios residenciales en construcción. Sólo es un rápido paréntesis
que deja la escena a una extensión de suburbios sin fin, donde tradicionales
techos de pagoda se alternan a edificios de cemento de enormes vidrieras
reflectantes.
A la vuelta entro en el centro
comercial. Inmenso, impoluto y perfecto. Boutiques de alta costura, grandes
firmas, tiendas de diseño exclusivo y gadgets. Me concedo una fugaz y
picantísima comida en una de las callejuelas que lindan el centro comercial,
extinguiendo el fuego con sorbos de té de jazmín. Faltan cuatro horas a la cita para
partir en bus hacia el norte, donde me esperan lluvia y temporales. Decido
pasar estas horas en un maravilloso parque, el más grande de la Ciudad, que
quiere despedirse rescatándose de la mala acogida haciéndome don de unos
momentos de tranquilidad y naturaleza. Empiezo a notar el cansancio y el sueño
vuelve.
Ha sido una idea estupenda venir aquí
al parque. Para estos momentos de sol y juegos de reflejos, para este skyline
en contraluz, para los graznidos de los cuervos, para el varano en la orilla
del lago, para los cinco minutos de yoga, para las fotos bien tomadas y las
risas de los niños que juegan, para esto, aunque fuera sólo para esto, ha
merecido la pena quedarse un último día en la Ciudad. Espero que la salud se
quede conmigo y que me haga disfrutar de los días a venir en las montañas, a
pesar de la lluvia.
Una última vuelta en el parque “del
rescate”, una pausa en un banco, alguna pagina de «L’usage du monde»,
una ardilla apresurándose entre las ramas y cruzo finalmente la puerta
principal del parque donde, a las seis en punto, delante de la estatua de Rama
VI, resuena el que creo ser el himno nacional. Todo el mundo para de golpe, se
congela como en una película de ciencia ficción sobre el fin del mundo. Parecen
todos estatuas. La mano sobre el corazón. Yo también me paralizo y participo de
este momento solemne y surrealista. Me siento parte de la Ciudad, ahora.
Una hora de espera, un batido de té
verde, un poco de descanso.
Dejo la Ciudad. La mente aturdida como
después de un sueño. La alucinación de otra yo. Un espejismo que deja un rastro
de esperanza.
...to be continued...
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