Día 4º. En la terraza de
la guest house en el norte. 10.50h.
Después de la Ciudad, esto
tiene que ser el paraíso. La noche ha sido infinita. El viaje en bus, una
aventura de supervivencia contra el frío.
Puntual a la cita, me
había unido a decenas de otros viajeros quienes, como yo, deseaban escaparse de
esas garras incrustadas de cemento y
hierro. Algunos iban al sur en búsqueda de playas de fina arena y mar
cristalino (la gran mayoría) y otros hacia el norte. He intercambiado algunas
palabras con una joven madre francesa y su hija de cuatro años. Van al sur,
ellos, donde podrán disfrutar del aire marino y de las playas interminables. «¡Eh, ya no viajamos low cost como
antes!» se queja melancólicamente la
madre recordando la primera vez que, años atrás, había pisado aquel mismo suelo
tropical. El comentario no me convence por completo porque estoy segura de que,
con los años, nos vamos ablandando y un hotel con una cómoda cama sustituye de
buena gana la fina colchoneta de camping. Pero, después de todo, es simpática
esta ex - new -hippie parisina, una de tantas de su nacionalidad que he podido
reconocer por el idioma desde mi llegada. Los franceses aman estos lugares, esta
porción de mundo donde aún quedan rincones que se consideran «auténticos» (y baratos), sencillamente porque
todavía no han acabado de masificarse (y quizás también por una inconsciente
herencia colonial todavía palpable en las relaciones entre los países que
fueron Indochina). Y, efectivamente, se encuentran lugares de ensueño, donde
residir un mes equivale en términos económicos a pasar tres días en Nueva York.
También nos gusta esta vuelta atrás en el tiempo, una inmersión en culturas
menos «ordenadas» que las nuestras. Lo que vemos menos (o que no nos gusta mucho
ver) es que sí estamos contribuyendo largamente a demoler costumbres y
tradiciones, poco a poco, con nuestros paquetes all inclusive, nuestro safaris
con elefantes en la selva, nuestra comida envasada, nuestra demanda de resort exóticos
y masajes baratos. Todos estos lugares que estamos nuevamente colonizando se
acaban pareciendo. Cuando seremos muchos en un país, iremos a otro, para
exprimirlo hasta que sea igual al anterior. Empiezo a entender la poca
amabilidad de la Ciudad y de sus ciudadanos. Los turistas (o viajeros, como a algunos
le gusta precisar, no sin cierta arrogancia) somos como termitas y los locales
nos ven a todos iguales: fuente de ganancia y fuente de destrucción a la vez. Amor
y odio. Y esto es así en cualquier latitud.
La joven mujer se despide con
un típico augurio del mochilero nostálgico, o sea me da la bendición de poder conocer
a mucha gente en el camino. Efectivamente
esto es algo que muchos me han dicho antes de emprender este viaje. Partiendo
sola, seguramente conoceré a muchas personas. Ya. Lástima que en realidad no me
interesa lo más mínimo conocer a gente en este viaje. Precisamente he decidido
viajar sola para no tener que hablar mucho, no más de lo necesario para
sobrevivir y para obtener informaciones útiles. La vida que conduzco
normalmente me obliga a relacionarme con los demás en una ciudad frenética y
neurótica, por eso no deseo muchos contactos humanos, de momento.
Sin embargo las palabras
de la francesa se cumplen mágicamente como la profética transformación de
medianoche de Cenicienta: los acontecimientos tras la espera en la estación de
autobús me obligan a fraternizar con una
pareja de españoles y otro joven neozelandés. Los cuatro somos literalmente
empujados a subir a una especie de moto-remolque, algo parecido a los APE
italianos, que aquí denominan tuc-tuc. ¿Adónde nos llevan? Imaginamos que, al
ser muy pocos los que vamos al norte, probablemente nos habrán juntado con
otros pasajeros de otras agencias. No lo sabemos con certidumbre, simplemente
confiamos en que hayan entendido nuestro destino y cruzamos los dedos mientras
el temerario conductor desafía el tráfico durante lo que se convierte en un
trayecto de veinte minutos de contragolpes en las nalgas, gases de escape en la
cara y risas nerviosas e incrédulas. Después de todo, ha sido una corsa
divertida. Compartir con otros la aventura a veces afloja la tensión del
desconocimiento.
Nos descargan en un sucio
callejón secundario, transversal de una calle muy animada de lo que parece ser
un centro de hoteles y zona turística. La oscuridad de la noche nos ha impedido
orientarnos, así que no tenemos absolutamente idea del barrio donde nos
encontramos. A veinte metros de nosotros vemos un enorme grupo de franceses (¡otra
vez!) que también esperan, no se sabe bien el qué. Unas mujeres vestidas con
trajes de trabajo azules (recuerdan a los conserjes del colegio) gritan algo y
la masa se mueve hacia la calle principal. Nosotros no sabemos qué hacer. Nos han
dejado allí plantados, sin explicación. Seguimos la masa (como buenos ejemplares
humanos) y preguntamos a una de las mujeres azules: los buses que viajan hacia
el norte aquella noche son tres, todos aparcados allí. Pero hubiéramos tenido
que hacer un check in en la oficina que estaba en el callejón secundario. Hay
que darse prisa, ¡están a punto de partir! Volvemos corriendo hacia el
callejón, irrumpimos en la oficina (un local con luz de neón a pie de calle sin
ninguna rotulación fuera y montones de cajas de cartón alrededor de una mesa
llena de papeles) y, por fin con nuestro billete validado, volvemos sobre
nuestros pasos, corriendo con el miedo en el corazón de no poder huir de los
tentáculos de la Ciudad. A nuestro lado, una rata enorme corre ella también
arriba y abajo, asustada por todo aquel caos, su territorio invadido y los autobuses
estruendosos. Nuestro pequeño grupo ya se ha disgregado, la pareja española ha
subido a otro bus. El curso del viaje: encuentros, despedidas, cruces… Quedamos
el neozelandés y yo, pero mi asiento es delantero y a mi lado, ya instalada en
su sillón, equipada de libro y manta, una mujer autóctona. No es tan incomodo,
después de todo. Puedo incluso estirar ligeramente las piernas. Además, ¡está
prevista una cena! Me pregunto cómo nos la servirán. ¿Será como en el avión? De
momento nos ofrecen un tentempié y agua con hielo y jarabe de granada. De
repente me doy cuenta de que será complicadísimo ir al lavabo.
Llevamos media hora sentados
y con el autobús parado. Miro impaciente el deslizar del tráfico a nuestro lado
y por delante. A pesar del cansancio, es como si quisiera estar segura de irme
de la Ciudad antes de abandonarme al sueño. Oigo el conductor dar un portazo.
Enciende el motor, nos inyectamos en el flujo denso de humo y luces. ¡Por fin fuera!
Inmediatamente me duermo.
Abro los ojos agitada y
miro por delante: ¿cómo? Todavía en la Ciudad, ¿aún no hemos salido? Hay mucho
tráfico, pero no puede ser, habrá pasado por lo menos una hora. Estoy congelada
y me noto completamente despejada. Me acuclillo bajo la manta que nos han
proporcionado e intento taparme la cabeza también. Las rodillas están rígidas, el aire acondicionado dispara viento glacial sin tregua
y, además, me temo que no veré ninguna cena. Son las 11 de la noche y no hay signo
de existencia de tripulación. Sueño con ojos abiertos el abundante desayuno que
me espera a mi llegada.
Pasan las horas, pasan
coches, pasan pick up descubiertos con mucha gente en sus remolques, pasan
autobuses…Estoy a punto de volver a dormir. Es la una, cuando de repente
encienden las luces: ¡Paramos! Casi lloro de felicidad. Intento levantarme rápidamente,
pero las piernas no responden. Me arrastro como puedo hacia la puerta y
agradezco infinitamente el aire cálido y húmedo del exterior. Las rodillas
recobran vida, como si se hubieran derretido, y voy corriendo hacia las
letrinas. Siempre me despiertan curiosidad estos tipos de lavabos colectivos,
bien diferentes de nuestros Autogrill de autopista europea. Creo que de la
manera de concebir los lavabos se puede intuir mucho de un pueblo y de la
relación con el otro y la comunidad. Seguro que estas letrinas han tenido una
influencia «turístico-colonial» en la división de los compartimentos y en el
uso de las puertas. ¡Menos mal hay cubos de agua! Pero estoy demasiado hambrienta para dedicar tiempo
a la reflexión sobre retretes y me dirijo hacia la cantina de la estación de
servicio que parece ser el centro de las rutas nocturnas del país, vista la
cantidad de gente que la frecuenta y de autobuses aparcados afuera. Me cruzo
con el neozelandés quien me explica que el billete que nos han dado en la
oficina del callejón oscuro en la Ciudad se canjea con una comida caliente justo
aquí. ¡Y yo que pensaba en azafatas con bandejas al estilo avión! Tenemos derecho a un cuenco de sopa: agua turbia con blandos
espaguetis de arroz y dos albóndigas blancas de ingredientes desconocidos. El
refectorio es un espacio medio abierto,
con lonas de plástico que me recuerdan las fiestas de pueblo de mi país con
anuncios por megafonía incluidos. Hay mucha luz y mucho ruido. Engullimos a
toda velocidad la cena por miedo a que el autobús parta sin nosotros y volvemos
al aparcamiento. Antes de subirme a la «celda de
hielo sobre ruedas», expreso a una mujer azul
(¡han vuelto!) mis problemas con el aire acondicionado y así me garantizo una
segunda parte del viaje menos atormentada. El binomio barriga llena/vejiga
vacía también ha ayudado a dormir algunas horas, antes del despertar a las 6 de
la madrugada.
El paisaje es más vivaz:
alguna colina, alturas, una selva frondosa de un verde cegador. Llegamos a la
ciudad del norte. El viaje en autobús ha terminado y nos despedimos con el
neozelandés (ni siquiera nos hemos presentado), cada uno por su camino. Así es
este viaje. Miro un poco el mapa y, orgullosa de mi sentido de orientación, en
veinte minutos andando gano mi
residencia: una guest house con un magnífico jardín, un riachuelo bajo la
ventana de mi habitación grande y limpia. Hay mucho silencio y el personal que
me atiende es cortés. El agua de la ducha es una bendición, un bautizo para un
nuevo comienzo en este país. Duermo una hora entre sábanas limpias y perfume a bambú.
Mi desayuno es realmente
copioso como soñaba por la noche, en aquel viaje que ahora queda sólo como una
pesadilla lejana: sopa de arroz, verduras, tortilla y batido de papaya. Decido
ir a ver un encuentro de boxeo tradicional por la noche, así que compro una
entrada en la recepción de la guest house y me preparo para un día de paseo y
descubrimiento del nuevo entorno. Me siento otra.
15h. Centro de
recuperación de mujeres. Restaurante al aire libre.
Agradezco las pausas bajo
los árboles. Contraria y afortunadamente a las previsiones, todavía no llueve. El
cielo me está haciendo don de vistas inolvidables, con el contraste de color de
los templos y las nubes multiformes. Un día de descanso, de paseos, de plegarias
de los monjes. Un día sin prisa. He escuchado a los gallos en el patio del
templo y he aceptado el calor envolvedor. Mi mente ha viajado hacia Japón, otra
aventura solitaria. Vuelvo a pensar en los motivos de este viaje y, comparándolo
con la experiencia en Japón, desearía entrar en contacto con los lugareños y
sus costumbres, tal como hice allí lejos hace casi diez años.
La tranquila pausa en este
centro gestionado por mujeres en recuperación (de qué, no he logrado
entenderlo) me hace pensar en un aspecto fundamental del viaje del que quiero
dejar constancia: los olores. En la Ciudad ha sido toda una experiencia. En un
par de metros se podía pasar desde un perfume voluptuoso y seductor de especias
e incienso al hedor mareante de basura descompuesta y de orina calentada bajo
el sol. Es todo un inventario de esencias. Aquí, a la sombra de ese árbol,
estoy completamente cautivada por el olor cítrico de sus hojas mezclado con la
fritura de carne y pescado que llega desde las cocinas, y plátanos maduros y
coco. Hemos inventado máquinas fotográficas para captar luz, sombras y colores,
grabadoras para no olvidar sonidos y tomar apuntes, cámaras de video para no
perder ningún movimiento y, sin embrago, no hay manera de dar constancia de los
olores que son tan protagonistas de un viaje como lo son los vestidos
multicolores, los templos, la selva, la música y las ciudades humeantes.
Mis reflexiones olfativas
son interrumpidas por la llegada de la comida, cuyo buen olor reflecta un
igualmente buen sabor: curry verde y fideos fritos con gambas. Un gato se
presenta para pedir sinuosamente de compartir conmigo ese magnífico manjar. Me
gusta ver los animales domésticos libres de andar por las calles, como cuando
era niña y en el jardín de mi comunidad se criaban dinastías de gatos que me
proporcionaban estudio y observación 365 días al año sobre rituales de
apareamiento, gestación, paridas y luchas por el territorio. Era como un
documental del National Geographic en mi propio patio. Y los perros andaban libremente,
se juntaban y me seguían de camino a la escuela para recibir el bocadillo de
jamón que puntualmente les compraba. La Ciudad estaba llena de gatos y también estoy
viendo muchos aquí. En el complejo del templo los gallos paseaban despreocupados
entre las casas. Sin embargo en mi actual ciudad de residencia los animales se
han convertido en un status, son emblema de pertenencia social, o sirven simplemente
de compañía. Nuestra comunidad urbana quiere controlarlo todo: que los perros sean
«de raza» y los gatos vivan encerrados en las paredes domésticas, y a las
afueras de la urbanización construyen perreras y gateras, para los menos afortunados
animales que han sido rechazados por sus caprichosos e irresponsables dueños. Y
es que solamente con decir «dueño» me da escalofríos. En este contexto más
sencillo, con menos reglas y supuesto orden, la vida es más tranquila y conviven
hombres y animales, como antaño, con su equilibrio del dar y recibir. Pienso en
mi ciudad, tan limpia, tan falsamente vestida de fiesta y tan enjaulada en su
propia imagen.
Llevo la misma ropa desde
que he partido, no me maquillo, casi no me miro en el espejo, no pienso en lo
que los demás ven de mí. Me siento bien.
To be continued...