Walking on the moon

Walking on the moon

domingo, 15 de marzo de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - parte 6ª

Ha pasado un mes desde la última vez que las agujas del reloj me dejaron la ilusión de tener tiempo. Una concesión cada vez más difícil de obtener y disfrutar. Las hojas supérstites del pequeño naufrago cada día parecen seguir mis movimientos frenéticos. Una mirada silente y, a la vez, ensordecedora. Casi me parece oír sus lamentos, su imploración de ser leídas, traducidas, reescritas. Me piden de curar sus heridas, de volver a vivir a través de las teclas de mi ordenador, a través de los ojos de algún lector que, por casualidad, se haya tropezado con este relato.
Abro entonces el cuaderno en la página marcada durante mi última visita a este paciente: una poesía, una pincelada impresionista de un instante es lo que encuentro.

Una campanilla
Amable viento sobre el rostro
El labio aún ardiendo
Una mosca saborea
Tranquilidad.

Día 5. 10h. En la terraza delante del río.

No tener horarios es uno de los placeres de este viaje. He dormido más de diez horas para recuperar el sueño perdido. Hoy me dirigiré a un pueblo más al norte. Afortunadamente no llueve.

Aquí una práctica muy difusa son los masajes.  El precio ventajoso y la amplia oferta hacen de esta práctica un verdadero fenómeno turístico. De esta ciudad del norte, además, casi se podría decir que es la “capital del masaje”. Seducida por la abundante oferta, y deseosa de aliviar el dolor de espalda causado por el viaje en bus, ayer me concedí una sesión escogiendo al azar un centro dedicado a esta práctica en una de las calles principales. Doloroso al principio,  después reconciliador para las carnes, hasta placentero, el tratamiento fue verdaderamente benéfico. Siempre cuesta un poco abandonarse a las manos de un desconocido. El primer minuto de contacto es casi como intercambiar algunas palabras convencionales de presentación, para luego dejar fluir la conversación. La joven que me atendió fue un poco bruta en el trato, lo cual me hizo sacar mi natural caparazón protector. Pero con más calma me fijé en seguida en sus facciones duras y curtidas, su piel oscura como la de los campesinos de este país asolado, sus ojos inexpresivos y castaños como la madera de la esterilla donde reposaba. Me he preguntado qué podía desear esta chica de campo, cuáles podían ser sus sueños, adónde la llevaba la imaginación. Posiblemente trabaje allí 365 días al año, diez horas al día, compartiendo el espacio vital con sus compañeras. Repite los mismos movimientos decenas de veces al día, satisface miles de turistas como yo cada año. No sé nada de ella, pero por un instante me ha parecido poder ver con sus ojos y, extrañamente, me he dormido bajo sus manos seguras y expertas.
Por la noche fui a ver un espectáculo de deporte nacional, una lucha tradicional de descendencia monástica que hoy en día atrae a muchos adeptos y que, desgraciadamente, también alimenta todo un sistema de apuestas y mercado negro. Los combates son introducidos con un ritual de música y de intercambio de saludos entre los dos contrincantes, un momento encantador y elegante. Los turistas alrededor, seguramente poco informados, escupían comentarios ignorantes e inapropiados sobre el aburrimiento que, según ellos, este momento introductorio suscitaba. Mientras se superaban el uno con el otro en este fraseo tan superficial, algunos de sus amigos, unos rubios bien nutridos y de rostros encendidos por el alcohol, apostaban ruidosamente con algunos autóctonos. Durante los encuentros, inevitables gritos, risas y frases despectivas en contra de uno o del otro participante.
A pesar de estas presencias indeseables, los encuentros fueron atractivos. El entorno, además, proporcionaba un verdadero espectáculo en sí mismo: barras al lado del ring desde las cuales escurrían ríos de cerveza y whiskey, regando a los gigantes de cabello dorado, ya borrachos y cuyas caras parecían explotar.  En cada esquina del amplio local estaba posicionado un ventilador muy grande y potente, que molestaba el descanso de un intrico de telarañas y polvo colgante desde una red. Como sinuosas algas marinas, estos cordones de suciedad secular vacilaban amenazantes sobre nuestras cabezas.
El campeonato duró mucho tiempo. Algunos encuentros resultaron más aburridos, como suele pasar en estas ocasiones, otros más excitantes. Por ejemplo, me puse casi a gritar cuando una chica diminuta con aspecto muy sencillo y humilde ganó a otra que procedía evidentemente de la ciudad y cuya actitud era desdeñosa y arrogante.
Entre todas las emociones del día de ayer, es extraño pensar que, durante el camino de vuelta a la pensión, el momento que más me seguía rodando en la cabeza fue el hecho de que un joven durante el espectáculo me había hablado de Usted.  ¿Se ve mucho que ya no tengo veinte años? ¿Qué es lo que hace que me hablen de Usted, el vestuario o estas cuatro arrugas? ¿Tanto se notan?

Esperando el autobús.
A mi izquierda, un hombre con el pulgar amputado, bolsa inmensa de plástico, zapatillas de polipiel, uñas negras que coronan unos dedos nudosos. Su rostro está curtido, bruñido por la luz violenta y tropical, por la edad y la pobreza. A mi derecha, un grupo de rubios (¡Cuántos hay!) rellenos y vestidos en estilo new-hippie, de colores y con muchas pulseritas, rastas en la cabeza y anillos en la nariz. No paran de hablar ni un momento, sentados en el suelo con su montaña de mochilas y el crujido de los snacks que engullen constantemente. En el medio, estoy yo, en el metro cuadrado que ocupo. Las manos resecas, las uñas desgastadas, el olor dulce de sudor y piel que me gusta de mí en verano, la mirada fugaz e inquieta, esta librita en la mano.
En el fondo este viaje está siendo el retiro que me había planteado desde el principio: no hablo nunca con nadie. No quiero socializar, quiero estar sola, mirar el mundo como si no existiera. Quisiera ser invisible y vagar por las tierras, observar el mundo sin ser observada, escuchar sin dejar oír mi voz, dejarme preñar  por los olores, abrir todos los sentidos al mundo.
Tampoco quiero obligarme a hacer. Quiero calmar el espíritu y entrenarme en la no-acción.
Pero ahora estoy aquí y el bus todavía no se ve y me esperan cuatro horas de viaje.
 

19.15h terraza del poblado en las montañas.
Llueve. No, diluvia. Una nube descansa sobre una negra colina, delineando sus límites.  La vegetación es exuberante, intricada, misteriosa, como embrujada. Espero mi cena y me embebo de aire húmedo y limpio. Un gatito es mi compañero momentáneo. Jugamos. En la espera, leo un cuento en un libro de historias tradicionales encontrado aquí, sobre una de estas mesillas de bambú. El viaje en pick-up ha sido un poco atrevido, pero me ha desvelado unos paisajes espectaculares y melancólicos.

El gatito se pasea sobre mis páginas. La cena ha llegado.

...

domingo, 15 de febrero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - parte 5ª

Día 4º. En la terraza de la guest house en el norte. 10.50h.

Después de la Ciudad, esto tiene que ser el paraíso. La noche ha sido infinita. El viaje en bus, una aventura de supervivencia contra el frío.

Puntual a la cita, me había unido a decenas de otros viajeros quienes, como yo, deseaban escaparse de esas  garras incrustadas de cemento y hierro. Algunos iban al sur en búsqueda de playas de fina arena y mar cristalino (la gran mayoría) y otros hacia el norte. He intercambiado algunas palabras con una joven madre francesa y su hija de cuatro años. Van al sur, ellos, donde podrán disfrutar del aire marino y de las playas interminables. «¡Eh, ya no viajamos low cost como antes!» se queja melancólicamente la madre recordando la primera vez que, años atrás, había pisado aquel mismo suelo tropical. El comentario no me convence por completo porque estoy segura de que, con los años, nos vamos ablandando y un hotel con una cómoda cama sustituye de buena gana la fina colchoneta de camping. Pero, después de todo, es simpática esta ex - new -hippie parisina, una de tantas de su nacionalidad que he podido reconocer por el idioma desde mi llegada. Los franceses aman estos lugares, esta porción de mundo donde aún quedan rincones que se consideran  «auténticos» (y baratos), sencillamente porque todavía no han acabado de masificarse (y quizás también por una inconsciente herencia colonial todavía palpable en las relaciones entre los países que fueron Indochina). Y, efectivamente, se encuentran lugares de ensueño, donde residir un mes equivale en términos económicos a pasar tres días en Nueva York. También nos gusta esta vuelta atrás en el tiempo, una inmersión en culturas menos «ordenadas» que las nuestras.  Lo que vemos menos (o que no nos gusta mucho ver) es que sí estamos contribuyendo largamente a demoler costumbres y tradiciones, poco a poco, con nuestros paquetes all inclusive, nuestro safaris con elefantes en la selva, nuestra comida envasada, nuestra demanda de resort exóticos y masajes baratos. Todos estos lugares que estamos nuevamente colonizando se acaban pareciendo. Cuando seremos muchos en un país, iremos a otro, para exprimirlo hasta que sea igual al anterior. Empiezo a entender la poca amabilidad de la Ciudad y de sus ciudadanos. Los turistas (o viajeros, como a algunos le gusta precisar, no sin cierta arrogancia) somos como termitas y los locales nos ven a todos iguales: fuente de ganancia y fuente de destrucción a la vez. Amor y odio. Y esto es así en cualquier latitud.
La joven mujer se despide con un típico augurio del mochilero nostálgico, o sea me da la bendición de poder conocer a mucha gente en el camino.  Efectivamente esto es algo que muchos me han dicho antes de emprender este viaje. Partiendo sola, seguramente conoceré a muchas personas. Ya. Lástima que en realidad no me interesa lo más mínimo conocer a gente en este viaje. Precisamente he decidido viajar sola para no tener que hablar mucho, no más de lo necesario para sobrevivir y para obtener informaciones útiles. La vida que conduzco normalmente me obliga a relacionarme con los demás en una ciudad frenética y neurótica, por eso no deseo muchos contactos humanos, de momento.
Sin embargo las palabras de la francesa se cumplen mágicamente como la profética transformación de medianoche de Cenicienta: los acontecimientos tras la espera en la estación de autobús me obligan a  fraternizar con una pareja de españoles y otro joven neozelandés. Los cuatro somos literalmente empujados a subir a una especie de moto-remolque, algo parecido a los APE italianos, que aquí denominan tuc-tuc. ¿Adónde nos llevan? Imaginamos que, al ser muy pocos los que vamos al norte, probablemente nos habrán juntado con otros pasajeros de otras agencias. No lo sabemos con certidumbre, simplemente confiamos en que hayan entendido nuestro destino y cruzamos los dedos mientras el temerario conductor desafía el tráfico durante lo que se convierte en un trayecto de veinte minutos de contragolpes en las nalgas, gases de escape en la cara y risas nerviosas e incrédulas. Después de todo, ha sido una corsa divertida. Compartir con otros la aventura a veces afloja la tensión del desconocimiento.
Nos descargan en un sucio callejón secundario, transversal de una calle muy animada de lo que parece ser un centro de hoteles y zona turística. La oscuridad de la noche nos ha impedido orientarnos, así que no tenemos absolutamente idea del barrio donde nos encontramos. A veinte metros de nosotros vemos un enorme grupo de franceses (¡otra vez!) que también esperan, no se sabe bien el qué. Unas mujeres vestidas con trajes de trabajo azules (recuerdan a los conserjes del colegio) gritan algo y la masa se mueve hacia la calle principal. Nosotros no sabemos qué hacer. Nos han dejado allí plantados, sin explicación. Seguimos la masa (como buenos ejemplares humanos) y preguntamos a una de las mujeres azules: los buses que viajan hacia el norte aquella noche son tres, todos aparcados allí. Pero hubiéramos tenido que hacer un check in en la oficina que estaba en el callejón secundario. Hay que darse prisa, ¡están a punto de partir! Volvemos corriendo hacia el callejón, irrumpimos en la oficina (un local con luz de neón a pie de calle sin ninguna rotulación fuera y montones de cajas de cartón alrededor de una mesa llena de papeles) y, por fin con nuestro billete validado, volvemos sobre nuestros pasos, corriendo con el miedo en el corazón de no poder huir de los tentáculos de la Ciudad. A nuestro lado, una rata enorme corre ella también arriba y abajo, asustada por todo aquel caos, su territorio invadido y los autobuses estruendosos. Nuestro pequeño grupo ya se ha disgregado, la pareja española ha subido a otro bus. El curso del viaje: encuentros, despedidas, cruces… Quedamos el neozelandés y yo, pero mi asiento es delantero y a mi lado, ya instalada en su sillón, equipada de libro y manta, una mujer autóctona. No es tan incomodo, después de todo. Puedo incluso estirar ligeramente las piernas. Además, ¡está prevista una cena! Me pregunto cómo nos la servirán. ¿Será como en el avión? De momento nos ofrecen un tentempié y agua con hielo y jarabe de granada. De repente me doy cuenta de que será complicadísimo ir al lavabo.
Llevamos media hora sentados y con el autobús parado. Miro impaciente el deslizar del tráfico a nuestro lado y por delante. A pesar del cansancio, es como si quisiera estar segura de irme de la Ciudad antes de abandonarme al sueño. Oigo el conductor dar un portazo. Enciende el motor, nos inyectamos en el flujo denso de humo y luces. ¡Por fin fuera! Inmediatamente me duermo.
Abro los ojos agitada y miro por delante: ¿cómo? Todavía en la Ciudad, ¿aún no hemos salido? Hay mucho tráfico, pero no puede ser, habrá pasado por lo menos una hora. Estoy congelada y me noto completamente despejada. Me acuclillo bajo la manta que nos han proporcionado e intento taparme la cabeza también. Las rodillas están rígidas, el aire acondicionado dispara viento glacial sin tregua y, además, me temo que no veré ninguna cena. Son las 11 de la noche y no hay signo de existencia de tripulación. Sueño con ojos abiertos el abundante desayuno que me espera a mi llegada.
Pasan las horas, pasan coches, pasan pick up descubiertos con mucha gente en sus remolques, pasan autobuses…Estoy a punto de volver a dormir. Es la una, cuando de repente encienden las luces: ¡Paramos! Casi lloro de felicidad. Intento levantarme rápidamente, pero las piernas no responden. Me arrastro como puedo hacia la puerta y agradezco infinitamente el aire cálido y húmedo del exterior. Las rodillas recobran vida, como si se hubieran derretido, y voy corriendo hacia las letrinas. Siempre me despiertan curiosidad estos tipos de lavabos colectivos, bien diferentes de nuestros Autogrill de autopista europea. Creo que de la manera de concebir los lavabos se puede intuir mucho de un pueblo y de la relación con el otro y la comunidad. Seguro que estas letrinas han tenido una influencia «turístico-colonial» en la división de los compartimentos y en el uso de las puertas. ¡Menos mal hay cubos de agua!  Pero estoy demasiado hambrienta para dedicar tiempo a la reflexión sobre retretes y me dirijo hacia la cantina de la estación de servicio que parece ser el centro de las rutas nocturnas del país, vista la cantidad de gente que la frecuenta y de autobuses aparcados afuera. Me cruzo con el neozelandés quien me explica que el billete que nos han dado en la oficina del callejón oscuro en la Ciudad se canjea con una comida caliente justo aquí. ¡Y yo que pensaba en azafatas con bandejas al estilo avión! Tenemos derecho a un cuenco de sopa: agua turbia con blandos espaguetis de arroz y dos albóndigas blancas de ingredientes desconocidos. El refectorio  es un espacio medio abierto, con lonas de plástico que me recuerdan las fiestas de pueblo de mi país con anuncios por megafonía incluidos. Hay mucha luz y mucho ruido. Engullimos a toda velocidad la cena por miedo a que el autobús parta sin nosotros y volvemos al aparcamiento. Antes de subirme a la «celda de hielo sobre ruedas», expreso a una mujer azul (¡han vuelto!) mis problemas con el aire acondicionado y así me garantizo una segunda parte del viaje menos atormentada. El binomio barriga llena/vejiga vacía también ha ayudado a dormir algunas horas, antes del despertar a las 6 de la madrugada.  
El paisaje es más vivaz: alguna colina, alturas, una selva frondosa de un verde cegador. Llegamos a la ciudad del norte. El viaje en autobús ha terminado y nos despedimos con el neozelandés (ni siquiera nos hemos presentado), cada uno por su camino. Así es este viaje. Miro un poco el mapa y, orgullosa de mi sentido de orientación, en veinte minutos andando gano mi residencia: una guest house con un magnífico jardín, un riachuelo bajo la ventana de mi habitación grande y limpia. Hay mucho silencio y el personal que me atiende es cortés. El agua de la ducha es una bendición, un bautizo para un nuevo comienzo en este país. Duermo una hora entre sábanas limpias y perfume a bambú.
Mi desayuno es realmente copioso como soñaba por la noche, en aquel viaje que ahora queda sólo como una pesadilla lejana: sopa de arroz, verduras, tortilla y batido de papaya. Decido ir a ver un encuentro de boxeo tradicional por la noche, así que compro una entrada en la recepción de la guest house y me preparo para un día de paseo y descubrimiento del nuevo entorno. Me siento otra.

15h. Centro de recuperación de mujeres. Restaurante al aire libre.

Agradezco las pausas bajo los árboles. Contraria y afortunadamente a las previsiones, todavía no llueve. El cielo me está haciendo don de vistas inolvidables, con el contraste de color de los templos y las nubes multiformes. Un día de descanso, de paseos, de plegarias de los monjes. Un día sin prisa. He escuchado a los gallos en el patio del templo y he aceptado el calor envolvedor. Mi mente ha viajado hacia Japón, otra aventura solitaria. Vuelvo a pensar en los motivos de este viaje y, comparándolo con la experiencia en Japón, desearía entrar en contacto con los lugareños y sus costumbres, tal como hice allí lejos hace casi diez años.  
La tranquila pausa en este centro gestionado por mujeres en recuperación (de qué, no he logrado entenderlo) me hace pensar en un aspecto fundamental del viaje del que quiero dejar constancia: los olores. En la Ciudad ha sido toda una experiencia. En un par de metros se podía pasar desde un perfume voluptuoso y seductor de especias e incienso al hedor mareante de basura descompuesta y de orina calentada bajo el sol. Es todo un inventario de esencias. Aquí, a la sombra de ese árbol, estoy completamente cautivada por el olor cítrico de sus hojas mezclado con la fritura de carne y pescado que llega desde las cocinas, y plátanos maduros y coco. Hemos inventado máquinas fotográficas para captar luz, sombras y colores, grabadoras para no olvidar sonidos y tomar apuntes, cámaras de video para no perder ningún movimiento y, sin embrago, no hay manera de dar constancia de los olores que son tan protagonistas de un viaje como lo son los vestidos multicolores, los templos, la selva, la música y las ciudades humeantes.

Mis reflexiones olfativas son interrumpidas por la llegada de la comida, cuyo buen olor reflecta un igualmente buen sabor: curry verde y fideos fritos con gambas. Un gato se presenta para pedir sinuosamente de compartir conmigo ese magnífico manjar. Me gusta ver los animales domésticos libres de andar por las calles, como cuando era niña y en el jardín de mi comunidad se criaban dinastías de gatos que me proporcionaban estudio y observación 365 días al año sobre rituales de apareamiento, gestación, paridas y luchas por el territorio. Era como un documental del National Geographic en mi propio patio. Y los perros andaban libremente, se juntaban y me seguían de camino a la escuela para recibir el bocadillo de jamón que puntualmente les compraba. La Ciudad estaba llena de gatos y también estoy viendo muchos aquí. En el complejo del templo los gallos paseaban despreocupados entre las casas. Sin embargo en mi actual ciudad de residencia los animales se han convertido en un status, son emblema de pertenencia social, o sirven simplemente de compañía. Nuestra comunidad urbana quiere controlarlo todo: que los perros sean «de raza» y los gatos vivan encerrados en las paredes domésticas, y a las afueras de la urbanización construyen  perreras y gateras, para los menos afortunados animales que han sido rechazados por sus caprichosos e irresponsables dueños. Y es que solamente con decir «dueño» me da escalofríos. En este contexto más sencillo, con menos reglas y supuesto orden, la vida es más tranquila y conviven hombres y animales, como antaño, con su equilibrio del dar y recibir. Pienso en mi ciudad, tan limpia, tan falsamente vestida de fiesta y tan enjaulada en su propia imagen.
Llevo la misma ropa desde que he partido, no me maquillo, casi no me miro en el espejo, no pienso en lo que los demás ven de mí. Me siento bien. 

To be continued...

domingo, 1 de febrero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 4ª

Desde que he empezado a leer y traducir el cuaderno, no he parado de preguntarme quién sería la autora (porque ahora está claro por lo menos el sexo de quien escribe) y adonde se habían desarrollado sus días de viaje. ¿Una estudiante universitaria de vacaciones? ¿Una funcionaria en búsqueda de algún tipo de emoción extra-ordinaria? ¿Una recién divorciada que emprende un viaje a Oriente «en búsqueda de sí misma»? ¿Una aventurera? ¿Una periodista? ¿Una persona «normal» como yo? ¿Y cuál podía ser este país con muchos turistas, calor y humedad, una ciudad ruidosa e inhóspita? ¿Y a qué despedida se refiere? Sigo leyendo con deseo y curiosidad. Juego a meterme en su piel, a usar sus palabras para viajar yo también a algún país desconocido que me haga abrir los sentidos. Y más avanzo, más encuentro frases que hubiera podido decir yo misma y siempre que me pasa esto leyendo libros o ensayos me causa un doble efecto. Por un lado está el conforto en el sentirme humana y comprobar que al fin y al cabo compartimos todos un único cerebro al que vamos consultando (quién más quien menos) para plasmar nuestras ideas que, sin embargo, creemos ser muy personales y originales. Por otro lado me siento quemar de envidia por no haber sido yo la primera en grabar esas palabras en algún lugar, un escrito, un libro, un blog en internet, un cuaderno de viaje perdido… Y entonces decido seguir jugando y apoderarme de las frases de esta desconocida, transmitirlas a quien tendrá la paciencia y la misma curiosidad que tengo yo por seguir descifrando estos recuerdos, estos trozos de vivencias pasadas ajenas que ahora me pertenecen.

Día 3º
Hoy debería ser el día de adaptación. He dormido mucho, el cuerpo me lo pedía. Percibo un dolor liviano en la garganta, estoy al límite y tengo miedo de enfermar. Tomo mi primer desayuno de fruta y café cómodamente sentada y me medico. El masaje de ayer me ha dejado dolorida, como después de un entrenamiento de karate tras un año de inactividad. Me he despertado contenta, a pesar de todo. He decidido disfrutar de mi último día en la Ciudad ignorando los sitios turísticos y los monumentos para dedicarme a mi actividad favorita cuando estoy viajando: la observación casual del panorama urbano y humano.

Subo al bus #15 en la parada delante de mi pensión y me entrego al desgastado y humeante vehículo que se lanza intrépido en el hormigueo del tráfico matutino. Desde la ventanilla entra una liviana brisa y miro sin filtro el paisaje que desfila a velocidad intermitente: carritos de cualquier tipo de objeto (principalmente de comida), vagabundos de mirada vacía, niños en filas ordenadas dirigiéndose hacia una escuela, cruces caóticos y grises, edificios fantasmas. Bajo en la parada de un famoso centro comercial. Quiero ser testigo directo de este contraste de lujo y decadencia que permea la Ciudad. En esta parada se puede coger el tren sobre vía elevada de dos plantas, un monstruo de cemento gris y marrón con pilares como enormes patas de mamut. Un enredo de pasajes peatonales, pasarelas, tiendas, puestos ambulantes, callejuelas en estado de descomposición. Compro un billete de ida y vuelta para pasar sobre el río y observar la Ciudad que se lava la cara y se adorna con campos de golf, hoteles de lujo, barrios residenciales en construcción. Sólo es un rápido paréntesis que deja la escena a una extensión de suburbios sin fin, donde tradicionales techos de pagoda se alternan a edificios de cemento de enormes vidrieras reflectantes.

A la vuelta entro en el centro comercial. Inmenso, impoluto y perfecto. Boutiques de alta costura, grandes firmas, tiendas de diseño exclusivo y gadgets.  Me concedo una fugaz y picantísima comida en una de las callejuelas que lindan el centro comercial, extinguiendo el fuego con sorbos de té de jazmín. Faltan cuatro horas a la cita para partir en bus hacia el norte, donde me esperan lluvia y temporales. Decido pasar estas horas en un maravilloso parque, el más grande de la Ciudad, que quiere despedirse rescatándose de la mala acogida haciéndome don de unos momentos de tranquilidad y naturaleza. Empiezo a notar el cansancio y el sueño vuelve.

Ha sido una idea estupenda venir aquí al parque. Para estos momentos de sol y juegos de reflejos, para este skyline en contraluz, para los graznidos de los cuervos, para el varano en la orilla del lago, para los cinco minutos de yoga, para las fotos bien tomadas y las risas de los niños que juegan, para esto, aunque fuera sólo para esto, ha merecido la pena quedarse un último día en la Ciudad. Espero que la salud se quede conmigo y que me haga disfrutar de los días a venir en las montañas, a pesar de la lluvia.

Una última vuelta en el parque “del rescate”, una pausa en un banco, alguna pagina de «L’usage du monde», una ardilla apresurándose entre las ramas y cruzo finalmente la puerta principal del parque donde, a las seis en punto, delante de la estatua de Rama VI, resuena el que creo ser el himno nacional. Todo el mundo para de golpe, se congela como en una película de ciencia ficción sobre el fin del mundo. Parecen todos estatuas. La mano sobre el corazón. Yo también me paralizo y participo de este momento solemne y surrealista. Me siento parte de la Ciudad, ahora.

 18.30h En la estación de buses.
Una hora de espera, un batido de té verde, un poco de descanso.

Dejo la Ciudad. La mente aturdida como después de un sueño. La alucinación de otra yo. Un espejismo que deja un rastro de esperanza. 


...to be continued...




lunes, 26 de enero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 3ª

Día 2º  - 16h30 - en la terraza de un restaurante.
Pausa. La primera del día. Mi primera comida caliente desde que he aterrizado. Y también una cerveza. Estoy agotada. Como era de esperar, la noche ha sido un columpio de sueños, vigilia, calor, pensamientos, insomnio. Finalmente con los primeros rayos y el canto del monje he podido deslizar en un sueño restaurador.
Los pensamientos habían jugado hasta entonces, formulando preguntas sobre los motivos de este viaje (siempre y cuando todo tenga que tener una explicación). La respuesta más sencilla y sincera a veces es la mejor y se materializa mágicamente después de tanto buscarla. He tenido que quitar meticulosamente una cáscara de expectativas y de estereotipos para desnudar la semilla: este viaje es un impulso, una respuesta a la necesidad de soledad, de ponerse a prueba, de enfrentarse a sí mismo y a las eventuales dificultades, de saber disfrutar sin nadie más de una experiencia de vida. La elección del país, esta vez, ha sido pura contingencia. Todas las excusas «oficiales» proporcionadas a amigos y familiares son la superficie y no explican la pasión para el viaje que mueve mis decisiones. Cuando se viaja a solas se ve el mundo con otros ojos, los olores son más intensos, los detalles más presentes, los sonidos nos alertan o sosiegan. Es como si todo nuestro aparato sensorial vibrara más, los receptores se despiertan y nos hacen don de lucidez.
Entre pesadillas, dolor de cabeza y calor, he podido retomar vida activa y consciente sobre las nueve y media de la mañana. He pagado una noche más y he salido tambaleante hacia el ferry que me llevará a la estación de trenes. Quiero comprar el billete para ir al norte.

La estación es muy pintoresca. Con una gran sala de espera, un híbrido entre Estació de França de Barcelona y una película western. Me dirijo a la taquilla: no hay trenes. Ni para hoy, ni para mañana, ni para dentro de tres días. Todo el mundo ha decidido ir al norte a la vez. El desaliento me marea. No es posible, los tentáculos de la Ciudad me atrapan, me enredan, me arrastran y atan a sus pilares de cemento. Desfilan rápidas una serie de opciones posibles, combinaciones y cambios, sin embargo todo está agotado. Increíble. De repente caen los mitos sobre este país, alimentado por amigos y conocidos, según los cuales aquí nunca existen problemas para coger un tren, nunca hace falta reservar con antelación. Y allí está: la primera verdad del viaje me susurra al oído «cada experiencia es única; toma con cautela toda opinión y consejo». Es cierto que cada quien tiene que mirar con ojos propios y oír con propios oídos. 

En la cama. La noche.
«Esta ciudad me gana», pienso. Tengo que tranquilizarme y buscar un plan alternativo.
Esta ciudad. Con las calles desbordantes, con la imposibilidad de desplazarse y la pobre colaboración de los autóctonos (que además no aparentan ser tan excepcionalmente amables como dicen…). Al salir de la estación se me aproxima una chica joven de un puesto de información turística que previamente había ignorado. Me propone un viaje al norte en bus. Al principio había descartado esta opción por «poco auténtica», pero ahora me digo «¡Diablos! Quiero ir al norte, siento que allí será diferente. » Y entonces acepto. Acepto la noche en bus con aire acondicionado, refrescos y cena incluidos. Estoy muy feliz, mañana podré dejar la ciudad.
El día ha trascurrido en un estado de desgaste físico y lentitud acentuada por el bochorno. Me he arrastrado entre una etapa obligatoria y la otra: templos, estatuas majestuosas, palacios, lugares magníficos, grandiosos…¡lástima todos esos turistas! Y yo alimentando esa masa…Me concedo media hora de un masaje enérgico que me deja un poco acartonada.

Camino. Camino casi sin saber hacia dónde, pensando que debería comer algo. En cada esquina hay alguien tirado en el suelo, como un trapo usado y olvidado, los pies negros vigilados por perros llenos de costras. Hay mucha miseria. ¡Qué contraste con el cercano lujo de los templos!

El canto del monje me conforta ahora en la habitación. Se insinúa por la ventana, me alcanza desde lo lejos para decirme que por lo menos me quedaré con un recuerdo agradable de este lugar, esa voz persuasiva e hipnótica, potente y delicada a la vez. Al canto se entrelaza un zumbido continúo, quizás el aire acondicionado. Me vence un sueño profundo que, por desgracia, dura poco más de dos horas. El zumbido sigue allí, como una plegaria. Otra vez despierta. Bajo en búsqueda de un ordenador. «Qué hacer, dónde ir, cuándo, cómo, opciones, si, no, quizás?... » BASTA! Tengo que luchar contra el demonio de la inquietud, del arrepentimiento por cada elección, de la falta de tiempo, de la ansiedad de conocimiento. Tengo que parar la mente. Es la típica reacción del segundo día de viaje. Las palabras de Tew Bunnag sobre La Ciudad me acompañan de vuelta a la cama: «La  fealdad de esta ciudad nos cubre como hongos sobre una pared húmeda. Rascacielos en construcción se irguen al horizonte como esqueletos, uno entre ellos con una grúa en el techo, lonas de plástico oleando bajo la lluvia, el cemento que empieza ya a envejecer y a quebrarse. Al lado, un canal con aguas negras repleto de bolsas de plástico, una hilera de chabolas apoyadas las unas a las otras como borrachos que esperan de colapsar definitivamente, sus techos de láminas onduladas, candentes bajo el sol del mediodía. Un hombre con rastas en el pelo, oliendo cola, viejo y consumido antes del tiempo, sentado sobre la acera, su dedo indicando cada coche que pasa como si le estuviera enviando una silenciosa maldición. O quizás una bendición? »


...to be continued...


lunes, 19 de enero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 2ª

No sé si soy yo que he perdido la costumbre al viaje o si son los mapas mal hechos, pero no consigo orientarme en esta ciudad tan caótica. Pensaba poder alcanzar mi pensión andando, contra todo consejo de los autóctonos - típico de mí y de mi tozudez. Sin embargo, las malolientes autopistas multiniveles que hieren la ciudad de arriba abajo se han erguido ante mi pequeña figura, cansada del cambio horario y del viaje de 17 horas, como la sombra amenazadora de un machete. Catapultada en esta estruendosa realidad, enjaulada en una estructura urbana rompecabezas, he entendido al fin que mi hazaña no era realizable. Igualmente, haber caminado un poco me ha dado la posibilidad de familiarizar con la práctica difundida de la moto-taxi, así que me he dejado convencer por un poco fiable personaje de la calle, desarrapado como su resoplante medio de locomoción. Un hombre de mediana edad, exhibiendo una gastada chaqueta motera con escrito «Police» en la espalda, tatuajes desteñidos en las manos, la mugre bajo las largas uñas, el olor a cigarro mojado y alcohol. En dos segundos me veo sentada a horcadas sobre ese corcel digno de desguace, suplicante piedad a su dueño bajo una torrencial lluvia tropical que hizo mis pantalones pegajosos y adherentes a la piel. Mi mochila de viaje y mi tamaño, descomunal para una mujer lugareña, contribuían a que la gente se riera a la vista de una tan improbable pareja de la carretera.

A pesar del cansancio y de las primeras dificultades en tierra lejana, esa pequeña aventura del día me ha llenado, me ha dado lo que suelo buscar en los desplazamientos a países ajenos: el sentimiento de igualdad en la diversidad, cumpliendo gestos cotidianos y viéndome involucrada en ellos guardando mi mirada analítica de extranjera. 

Una sensación completamente opuesta me han dejado los alrededores donde se ubica la pensión.
Después de un descanso de unas cuantas horas, he salido tímidamente de mi refugio para reencontrarme con el nuevo paisaje (y buscar algo de comida). Lo que he visto me ha dejado de piedra: avalanchas de turistas occidentales devoran las calles, ríos de mochileros chorrean desde los autobuses de viajes organizados, decenas de puestos de comida callejera y de camisetas baratas de dudable gusto estético, altos y rubios bebedores de cerveza en bares desde donde resuenan las notas familiares de populares canciones americanas. ¿Cómo sería este barrio sin esta población ajena? El que me pareció un círculo infernal dantesco, se alejaba tanto de lo que me esperaba encontrar y de mi forma de entender el viaje que me sentí invadir por la angustia y el deseo de huida. Seguí caminando todavía algunos minutos más, confundida y mareada, y en seguida el cansancio se apoderó una vez más de mí. Un cansancio profundo, mental. El sosiego llegó al pensar que sólo se trataba del primer día y que, obviamente, hubiera tenido que pasar por un tiempo de adaptación. Empecé a enumerar todas las cosas que hubiera podido hacer el día siguiente, con el cuerpo descansado y la mente fresca. Pero ya el deseo de moverse se hacía presente, la inquietud, la necesidad de no parar y de estar en la condición de tránsito. 
Tengo que reservar el tren para ir al norte.

La despedida parece ya tan lejana…

domingo, 11 de enero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 1ª

El otro día me pasó una cosa extraña, una de estas que te hace creer en un orden que excluye las casualidades, que te quita el sueño y te hace preguntar «¿porqué? ».
Caminando hacia el puerto, estaba con mi cabeza jugando, como de costumbre, recorriendo memorias, dejando que el cielo entrara en mis ojos, disparando alguna que otra foto a detalles de la calle, volando sobre la ciudad. Siempre que puedo voy al puerto, pero nunca me había pasado antes algo como lo que voy a contar.

Deslizando la mirada a lo largo de uno de los muelles turísticos, mi atención se quedó atrapada en una página escrita con lápiz, el color gris claro casi transparente. Como a menudo recojo del suelo fotografías, artículos de periódicos y otros objetos que despiertan mi curiosidad, me acerqué al borde de piedra para ver mejor de que se trataba. Atormentado por la sal, el viento y el agua, descansaba un cuaderno. Las hojas se tendían como brazos hacia mí, me saludaban en un rítmico movimiento oscilante, pidiendo un rescate subitáneo. Cogí delicadamente ese cuerpo maltratado y decidí llevarlo a casa, secarlo y darle el cuidado que se merece un náufrago.
Cuando pude finalmente abrirlo sin miedo a dañarlo, me di cuenta de que se trataba de un diario de viaje. No ponía fecha, ni lugar, ni nombre. Estas cien páginas arrugadas, la espesa cubierta de papel marrón, los cantos desgastados, el olor a mar y las manchas que se perseguían en cada página como si de un flip-book se tratara, se convirtieron en mi objeto de estudio y fantasía de los sucesivos días hasta hoy. Durante ese periodo he conseguido descifrar el contenido, dejándome llevar a sitios exóticos, parando la inquietud de la mente en las reflexiones del autor sobre el mundo y el ser humano, contemplando a través de sus palabras las estrellas en el negro cielo de un lugar sin ciudades, sumergiéndome y tratando de vivir con otros sentidos que los humanos a veces olvidamos. 

Vuelve a buscarme el viaje: presente en estas páginas, en la mente de quien las ha escrito, en su piel y en sus manos que han trazado recuerdos, fragmentos de experiencias, selección de escenas vividas. El viaje: de este pequeño objeto hasta mis manos, que lo han rescatado para devolverle un sentido. El viaje: de los pensamientos entre seres vivientes, anulando distancias, idiomas, pertenencias sociales. Me he preguntando si el autor del cuaderno se haya voluntariamente separado de él para que sus escritos llegaran a alguien o si simplemente el cuaderno cobró vida propia y pensó que hubiera sido sabio compartir sus vivencias con los demás. Sea cual sea el «porqué », he sentido un fuerte impulso a transcribir algunas páginas de estas misteriosas memorias, porque creo en la enseñanza de los viajes, en su valor universal de aprendizaje, de conocimiento de uno mismo, de confrontación con culturas distintas. Y porque sencillamente creo en su poesía.

Las páginas empiezan con una pequeña introducción en un idioma extranjero que he tenido que traducir y que suena más o menos así:

«He llegado casi sin darme cuenta, al viaje. Aquí está, delante de mí, acompañado por las estrellas que se despiden, por los jóvenes de vuelta a sus casas después de la fiesta, arrastrando perezosamente los pies.
Esta noche he dormido después de varios días de insomnio. Un periodo muy intenso. Necesito descansar y rodearme de nuevos horizontes.
Camino hacia el bus: ¿vuelvo o parto? Imagino cómo se me pudiera observar desde el exterior. ¿Qué han mirado esos ojos? ¿Qué mirarán?
El cielo se tiñe de lila. Hace una semana he visto otro amanecer. En la playa. Era bello. »

Y sigue:

«Todo fluye. Empieza bien el viaje. Observo los objetos que me rodean, compañeros de la aventura. Un equipaje ligero y manejable.
Esta mañana he vuelto a sentir la sensación del viajero. Ser consciente de la propia condición de tránsito, de ser un huésped, de pertenencia y a la vez de alienación. La emoción del descubrimiento, los pensamientos que acompañan  y nunca callan, la atención despierta en los pequeños detalles, el estar vigile, la absoluta libertad de tomar decisiones y de establecer el ritmo.
Faltan un par de horas para el primer vuelo. Tomo un magnífico desayuno y lucho contra el sopor. No quiero dormir y perder instantes. 
Rugen los motores, la mente es una turbina de pensamientos, recuerdos, fantasías, expectativas y deseos. Rodamos sobre la pista. ¡Empieza el viaje! »


TO BE CONTINUED....



domingo, 22 de enero de 2012

El vuelo de Les Angles





Una semana ha pasado ya desde la rápida escapada a Les Angles, en el Pirineo francés. Siete días y sigo mirando las fotos que tomé, intentado volver allí con todos los sentidos, porque quiero disfrutar una y otra vez del silencio, del aire frío y limpio en las narices, de la luz deslumbrante que todo lo ilumina “en alta definición”.
La montaña siempre me ofrece la posibilidad de pensar en la eternidad, o por lo menos, en la relatividad del paso del tiempo. En ella veo inscritos los miles de años transcurridos, la sabiduría de la tierra que se regenera. Allí están, majestuosas y te dicen “nosotras mañana estaremos todavía aquí, esta es nuestra naturaleza”, y yo pienso en mi cotidianidad, en el frenesí del entorno que a menudo me rodea, en la caducidad de la vida y ellas representan mi “pensamiento-refugio”, un aliento rescatador, mi paréntesis que quisiera estirar, ensanchar, hasta contenerme por entero. 
Llegamos a Les Angles un sábado al mediodía y, a pesar de no haber nieve, encontré el paisaje igualmente atractivo y sabía que, con sólo estar allí y saborear los perfumes de la tierra y dejarme invadir el alma por la inmensidad del cielo, merecía la pena.
He caminado a buen ritmo, como me gusta a mi, sintiendo el corazón que explota, los latidos en las sienes, el sudor que corre, el aire frío en los pulmones, los músculos de las piernas que se contraen, el cuerpo que vuelve a la vida. Me he sentado mirando un valle dorado, escuchando al viento y esperando que el sol alargara las sombras. Me he bañado mirando las estrellas, numerosas y brillantes. En la montaña las estrellas cobran vida, aparición que a menudo olvidamos. Ya no reconocemos el camino del tiempo a través de ellas, y allí estaba Orión, inmenso, ocupando toda la vista entre una montaña y la otra. 

Me he tomado un “grand café” en uno de los bares del pueblo, dejándome envolver por el aroma y el vapor caliente, mientras los primeros rayos de sol invadían las ventanas. He escuchado el ruido del hielo que se derrite en un lago (sonido que no olvidaré jamás), el silencio eterno del invierno, he besado la tierra y me he fundido en ella, descansando del camino, bajo la protección de un árbol solitario. He volado con la mente tocando todos los picos que aparecían a mi alcance.
Agradezco esta escapada y las montañas que siempre me hacen sentir viva. Agradezco poder seguir viajando idealmente y conseguir llevar grabadas dentro de mí las sensaciones que el viaje me ha regalado.