Una
semana ha pasado ya desde la rápida escapada a Les Angles, en el Pirineo
francés. Siete días y sigo mirando las fotos que tomé, intentado volver allí
con todos los sentidos, porque quiero disfrutar una y otra vez del silencio,
del aire frío y limpio en las narices, de la luz deslumbrante que todo lo
ilumina “en alta definición”.
La
montaña siempre me ofrece la posibilidad de pensar en la eternidad, o por lo
menos, en la relatividad del paso del tiempo. En ella veo inscritos los miles
de años transcurridos, la sabiduría de la tierra que se regenera. Allí están,
majestuosas y te dicen “nosotras mañana estaremos todavía aquí, esta es nuestra
naturaleza”, y yo pienso en mi cotidianidad, en el frenesí del entorno que a
menudo me rodea, en la caducidad de la vida y ellas representan mi
“pensamiento-refugio”, un aliento rescatador, mi paréntesis que quisiera
estirar, ensanchar, hasta contenerme por entero.
Llegamos
a Les Angles un sábado al mediodía y, a pesar de no haber nieve, encontré el
paisaje igualmente atractivo y sabía que, con sólo estar allí y saborear los
perfumes de la tierra y dejarme invadir el alma por la inmensidad del cielo,
merecía la pena.
He
caminado a buen ritmo, como me gusta a mi, sintiendo el corazón que explota,
los latidos en las sienes, el sudor que corre, el aire frío en los pulmones,
los músculos de las piernas que se contraen, el cuerpo que vuelve a la vida. Me
he sentado mirando un valle dorado, escuchando al viento y esperando que el sol
alargara las sombras. Me he bañado mirando las estrellas, numerosas y
brillantes. En la montaña las estrellas cobran vida, aparición que a menudo
olvidamos. Ya no reconocemos el camino del tiempo a través de ellas, y allí
estaba Orión, inmenso, ocupando toda la vista entre una montaña y la otra.
Me
he tomado un “grand café” en uno de los bares del pueblo, dejándome envolver
por el aroma y el vapor caliente, mientras los primeros rayos de sol invadían
las ventanas. He escuchado el ruido del hielo que se derrite en un lago (sonido
que no olvidaré jamás), el silencio eterno del invierno, he besado la tierra y
me he fundido en ella, descansando del camino, bajo la protección de un árbol
solitario. He volado con la mente tocando todos los picos que aparecían a mi
alcance.
Agradezco
esta escapada y las montañas que siempre me hacen sentir viva. Agradezco poder
seguir viajando idealmente y conseguir llevar grabadas dentro de mí las
sensaciones que el viaje me ha regalado.