Walking on the moon

Walking on the moon

domingo, 15 de febrero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - parte 5ª

Día 4º. En la terraza de la guest house en el norte. 10.50h.

Después de la Ciudad, esto tiene que ser el paraíso. La noche ha sido infinita. El viaje en bus, una aventura de supervivencia contra el frío.

Puntual a la cita, me había unido a decenas de otros viajeros quienes, como yo, deseaban escaparse de esas  garras incrustadas de cemento y hierro. Algunos iban al sur en búsqueda de playas de fina arena y mar cristalino (la gran mayoría) y otros hacia el norte. He intercambiado algunas palabras con una joven madre francesa y su hija de cuatro años. Van al sur, ellos, donde podrán disfrutar del aire marino y de las playas interminables. «¡Eh, ya no viajamos low cost como antes!» se queja melancólicamente la madre recordando la primera vez que, años atrás, había pisado aquel mismo suelo tropical. El comentario no me convence por completo porque estoy segura de que, con los años, nos vamos ablandando y un hotel con una cómoda cama sustituye de buena gana la fina colchoneta de camping. Pero, después de todo, es simpática esta ex - new -hippie parisina, una de tantas de su nacionalidad que he podido reconocer por el idioma desde mi llegada. Los franceses aman estos lugares, esta porción de mundo donde aún quedan rincones que se consideran  «auténticos» (y baratos), sencillamente porque todavía no han acabado de masificarse (y quizás también por una inconsciente herencia colonial todavía palpable en las relaciones entre los países que fueron Indochina). Y, efectivamente, se encuentran lugares de ensueño, donde residir un mes equivale en términos económicos a pasar tres días en Nueva York. También nos gusta esta vuelta atrás en el tiempo, una inmersión en culturas menos «ordenadas» que las nuestras.  Lo que vemos menos (o que no nos gusta mucho ver) es que sí estamos contribuyendo largamente a demoler costumbres y tradiciones, poco a poco, con nuestros paquetes all inclusive, nuestro safaris con elefantes en la selva, nuestra comida envasada, nuestra demanda de resort exóticos y masajes baratos. Todos estos lugares que estamos nuevamente colonizando se acaban pareciendo. Cuando seremos muchos en un país, iremos a otro, para exprimirlo hasta que sea igual al anterior. Empiezo a entender la poca amabilidad de la Ciudad y de sus ciudadanos. Los turistas (o viajeros, como a algunos le gusta precisar, no sin cierta arrogancia) somos como termitas y los locales nos ven a todos iguales: fuente de ganancia y fuente de destrucción a la vez. Amor y odio. Y esto es así en cualquier latitud.
La joven mujer se despide con un típico augurio del mochilero nostálgico, o sea me da la bendición de poder conocer a mucha gente en el camino.  Efectivamente esto es algo que muchos me han dicho antes de emprender este viaje. Partiendo sola, seguramente conoceré a muchas personas. Ya. Lástima que en realidad no me interesa lo más mínimo conocer a gente en este viaje. Precisamente he decidido viajar sola para no tener que hablar mucho, no más de lo necesario para sobrevivir y para obtener informaciones útiles. La vida que conduzco normalmente me obliga a relacionarme con los demás en una ciudad frenética y neurótica, por eso no deseo muchos contactos humanos, de momento.
Sin embargo las palabras de la francesa se cumplen mágicamente como la profética transformación de medianoche de Cenicienta: los acontecimientos tras la espera en la estación de autobús me obligan a  fraternizar con una pareja de españoles y otro joven neozelandés. Los cuatro somos literalmente empujados a subir a una especie de moto-remolque, algo parecido a los APE italianos, que aquí denominan tuc-tuc. ¿Adónde nos llevan? Imaginamos que, al ser muy pocos los que vamos al norte, probablemente nos habrán juntado con otros pasajeros de otras agencias. No lo sabemos con certidumbre, simplemente confiamos en que hayan entendido nuestro destino y cruzamos los dedos mientras el temerario conductor desafía el tráfico durante lo que se convierte en un trayecto de veinte minutos de contragolpes en las nalgas, gases de escape en la cara y risas nerviosas e incrédulas. Después de todo, ha sido una corsa divertida. Compartir con otros la aventura a veces afloja la tensión del desconocimiento.
Nos descargan en un sucio callejón secundario, transversal de una calle muy animada de lo que parece ser un centro de hoteles y zona turística. La oscuridad de la noche nos ha impedido orientarnos, así que no tenemos absolutamente idea del barrio donde nos encontramos. A veinte metros de nosotros vemos un enorme grupo de franceses (¡otra vez!) que también esperan, no se sabe bien el qué. Unas mujeres vestidas con trajes de trabajo azules (recuerdan a los conserjes del colegio) gritan algo y la masa se mueve hacia la calle principal. Nosotros no sabemos qué hacer. Nos han dejado allí plantados, sin explicación. Seguimos la masa (como buenos ejemplares humanos) y preguntamos a una de las mujeres azules: los buses que viajan hacia el norte aquella noche son tres, todos aparcados allí. Pero hubiéramos tenido que hacer un check in en la oficina que estaba en el callejón secundario. Hay que darse prisa, ¡están a punto de partir! Volvemos corriendo hacia el callejón, irrumpimos en la oficina (un local con luz de neón a pie de calle sin ninguna rotulación fuera y montones de cajas de cartón alrededor de una mesa llena de papeles) y, por fin con nuestro billete validado, volvemos sobre nuestros pasos, corriendo con el miedo en el corazón de no poder huir de los tentáculos de la Ciudad. A nuestro lado, una rata enorme corre ella también arriba y abajo, asustada por todo aquel caos, su territorio invadido y los autobuses estruendosos. Nuestro pequeño grupo ya se ha disgregado, la pareja española ha subido a otro bus. El curso del viaje: encuentros, despedidas, cruces… Quedamos el neozelandés y yo, pero mi asiento es delantero y a mi lado, ya instalada en su sillón, equipada de libro y manta, una mujer autóctona. No es tan incomodo, después de todo. Puedo incluso estirar ligeramente las piernas. Además, ¡está prevista una cena! Me pregunto cómo nos la servirán. ¿Será como en el avión? De momento nos ofrecen un tentempié y agua con hielo y jarabe de granada. De repente me doy cuenta de que será complicadísimo ir al lavabo.
Llevamos media hora sentados y con el autobús parado. Miro impaciente el deslizar del tráfico a nuestro lado y por delante. A pesar del cansancio, es como si quisiera estar segura de irme de la Ciudad antes de abandonarme al sueño. Oigo el conductor dar un portazo. Enciende el motor, nos inyectamos en el flujo denso de humo y luces. ¡Por fin fuera! Inmediatamente me duermo.
Abro los ojos agitada y miro por delante: ¿cómo? Todavía en la Ciudad, ¿aún no hemos salido? Hay mucho tráfico, pero no puede ser, habrá pasado por lo menos una hora. Estoy congelada y me noto completamente despejada. Me acuclillo bajo la manta que nos han proporcionado e intento taparme la cabeza también. Las rodillas están rígidas, el aire acondicionado dispara viento glacial sin tregua y, además, me temo que no veré ninguna cena. Son las 11 de la noche y no hay signo de existencia de tripulación. Sueño con ojos abiertos el abundante desayuno que me espera a mi llegada.
Pasan las horas, pasan coches, pasan pick up descubiertos con mucha gente en sus remolques, pasan autobuses…Estoy a punto de volver a dormir. Es la una, cuando de repente encienden las luces: ¡Paramos! Casi lloro de felicidad. Intento levantarme rápidamente, pero las piernas no responden. Me arrastro como puedo hacia la puerta y agradezco infinitamente el aire cálido y húmedo del exterior. Las rodillas recobran vida, como si se hubieran derretido, y voy corriendo hacia las letrinas. Siempre me despiertan curiosidad estos tipos de lavabos colectivos, bien diferentes de nuestros Autogrill de autopista europea. Creo que de la manera de concebir los lavabos se puede intuir mucho de un pueblo y de la relación con el otro y la comunidad. Seguro que estas letrinas han tenido una influencia «turístico-colonial» en la división de los compartimentos y en el uso de las puertas. ¡Menos mal hay cubos de agua!  Pero estoy demasiado hambrienta para dedicar tiempo a la reflexión sobre retretes y me dirijo hacia la cantina de la estación de servicio que parece ser el centro de las rutas nocturnas del país, vista la cantidad de gente que la frecuenta y de autobuses aparcados afuera. Me cruzo con el neozelandés quien me explica que el billete que nos han dado en la oficina del callejón oscuro en la Ciudad se canjea con una comida caliente justo aquí. ¡Y yo que pensaba en azafatas con bandejas al estilo avión! Tenemos derecho a un cuenco de sopa: agua turbia con blandos espaguetis de arroz y dos albóndigas blancas de ingredientes desconocidos. El refectorio  es un espacio medio abierto, con lonas de plástico que me recuerdan las fiestas de pueblo de mi país con anuncios por megafonía incluidos. Hay mucha luz y mucho ruido. Engullimos a toda velocidad la cena por miedo a que el autobús parta sin nosotros y volvemos al aparcamiento. Antes de subirme a la «celda de hielo sobre ruedas», expreso a una mujer azul (¡han vuelto!) mis problemas con el aire acondicionado y así me garantizo una segunda parte del viaje menos atormentada. El binomio barriga llena/vejiga vacía también ha ayudado a dormir algunas horas, antes del despertar a las 6 de la madrugada.  
El paisaje es más vivaz: alguna colina, alturas, una selva frondosa de un verde cegador. Llegamos a la ciudad del norte. El viaje en autobús ha terminado y nos despedimos con el neozelandés (ni siquiera nos hemos presentado), cada uno por su camino. Así es este viaje. Miro un poco el mapa y, orgullosa de mi sentido de orientación, en veinte minutos andando gano mi residencia: una guest house con un magnífico jardín, un riachuelo bajo la ventana de mi habitación grande y limpia. Hay mucho silencio y el personal que me atiende es cortés. El agua de la ducha es una bendición, un bautizo para un nuevo comienzo en este país. Duermo una hora entre sábanas limpias y perfume a bambú.
Mi desayuno es realmente copioso como soñaba por la noche, en aquel viaje que ahora queda sólo como una pesadilla lejana: sopa de arroz, verduras, tortilla y batido de papaya. Decido ir a ver un encuentro de boxeo tradicional por la noche, así que compro una entrada en la recepción de la guest house y me preparo para un día de paseo y descubrimiento del nuevo entorno. Me siento otra.

15h. Centro de recuperación de mujeres. Restaurante al aire libre.

Agradezco las pausas bajo los árboles. Contraria y afortunadamente a las previsiones, todavía no llueve. El cielo me está haciendo don de vistas inolvidables, con el contraste de color de los templos y las nubes multiformes. Un día de descanso, de paseos, de plegarias de los monjes. Un día sin prisa. He escuchado a los gallos en el patio del templo y he aceptado el calor envolvedor. Mi mente ha viajado hacia Japón, otra aventura solitaria. Vuelvo a pensar en los motivos de este viaje y, comparándolo con la experiencia en Japón, desearía entrar en contacto con los lugareños y sus costumbres, tal como hice allí lejos hace casi diez años.  
La tranquila pausa en este centro gestionado por mujeres en recuperación (de qué, no he logrado entenderlo) me hace pensar en un aspecto fundamental del viaje del que quiero dejar constancia: los olores. En la Ciudad ha sido toda una experiencia. En un par de metros se podía pasar desde un perfume voluptuoso y seductor de especias e incienso al hedor mareante de basura descompuesta y de orina calentada bajo el sol. Es todo un inventario de esencias. Aquí, a la sombra de ese árbol, estoy completamente cautivada por el olor cítrico de sus hojas mezclado con la fritura de carne y pescado que llega desde las cocinas, y plátanos maduros y coco. Hemos inventado máquinas fotográficas para captar luz, sombras y colores, grabadoras para no olvidar sonidos y tomar apuntes, cámaras de video para no perder ningún movimiento y, sin embrago, no hay manera de dar constancia de los olores que son tan protagonistas de un viaje como lo son los vestidos multicolores, los templos, la selva, la música y las ciudades humeantes.

Mis reflexiones olfativas son interrumpidas por la llegada de la comida, cuyo buen olor reflecta un igualmente buen sabor: curry verde y fideos fritos con gambas. Un gato se presenta para pedir sinuosamente de compartir conmigo ese magnífico manjar. Me gusta ver los animales domésticos libres de andar por las calles, como cuando era niña y en el jardín de mi comunidad se criaban dinastías de gatos que me proporcionaban estudio y observación 365 días al año sobre rituales de apareamiento, gestación, paridas y luchas por el territorio. Era como un documental del National Geographic en mi propio patio. Y los perros andaban libremente, se juntaban y me seguían de camino a la escuela para recibir el bocadillo de jamón que puntualmente les compraba. La Ciudad estaba llena de gatos y también estoy viendo muchos aquí. En el complejo del templo los gallos paseaban despreocupados entre las casas. Sin embargo en mi actual ciudad de residencia los animales se han convertido en un status, son emblema de pertenencia social, o sirven simplemente de compañía. Nuestra comunidad urbana quiere controlarlo todo: que los perros sean «de raza» y los gatos vivan encerrados en las paredes domésticas, y a las afueras de la urbanización construyen  perreras y gateras, para los menos afortunados animales que han sido rechazados por sus caprichosos e irresponsables dueños. Y es que solamente con decir «dueño» me da escalofríos. En este contexto más sencillo, con menos reglas y supuesto orden, la vida es más tranquila y conviven hombres y animales, como antaño, con su equilibrio del dar y recibir. Pienso en mi ciudad, tan limpia, tan falsamente vestida de fiesta y tan enjaulada en su propia imagen.
Llevo la misma ropa desde que he partido, no me maquillo, casi no me miro en el espejo, no pienso en lo que los demás ven de mí. Me siento bien. 

To be continued...

domingo, 1 de febrero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 4ª

Desde que he empezado a leer y traducir el cuaderno, no he parado de preguntarme quién sería la autora (porque ahora está claro por lo menos el sexo de quien escribe) y adonde se habían desarrollado sus días de viaje. ¿Una estudiante universitaria de vacaciones? ¿Una funcionaria en búsqueda de algún tipo de emoción extra-ordinaria? ¿Una recién divorciada que emprende un viaje a Oriente «en búsqueda de sí misma»? ¿Una aventurera? ¿Una periodista? ¿Una persona «normal» como yo? ¿Y cuál podía ser este país con muchos turistas, calor y humedad, una ciudad ruidosa e inhóspita? ¿Y a qué despedida se refiere? Sigo leyendo con deseo y curiosidad. Juego a meterme en su piel, a usar sus palabras para viajar yo también a algún país desconocido que me haga abrir los sentidos. Y más avanzo, más encuentro frases que hubiera podido decir yo misma y siempre que me pasa esto leyendo libros o ensayos me causa un doble efecto. Por un lado está el conforto en el sentirme humana y comprobar que al fin y al cabo compartimos todos un único cerebro al que vamos consultando (quién más quien menos) para plasmar nuestras ideas que, sin embargo, creemos ser muy personales y originales. Por otro lado me siento quemar de envidia por no haber sido yo la primera en grabar esas palabras en algún lugar, un escrito, un libro, un blog en internet, un cuaderno de viaje perdido… Y entonces decido seguir jugando y apoderarme de las frases de esta desconocida, transmitirlas a quien tendrá la paciencia y la misma curiosidad que tengo yo por seguir descifrando estos recuerdos, estos trozos de vivencias pasadas ajenas que ahora me pertenecen.

Día 3º
Hoy debería ser el día de adaptación. He dormido mucho, el cuerpo me lo pedía. Percibo un dolor liviano en la garganta, estoy al límite y tengo miedo de enfermar. Tomo mi primer desayuno de fruta y café cómodamente sentada y me medico. El masaje de ayer me ha dejado dolorida, como después de un entrenamiento de karate tras un año de inactividad. Me he despertado contenta, a pesar de todo. He decidido disfrutar de mi último día en la Ciudad ignorando los sitios turísticos y los monumentos para dedicarme a mi actividad favorita cuando estoy viajando: la observación casual del panorama urbano y humano.

Subo al bus #15 en la parada delante de mi pensión y me entrego al desgastado y humeante vehículo que se lanza intrépido en el hormigueo del tráfico matutino. Desde la ventanilla entra una liviana brisa y miro sin filtro el paisaje que desfila a velocidad intermitente: carritos de cualquier tipo de objeto (principalmente de comida), vagabundos de mirada vacía, niños en filas ordenadas dirigiéndose hacia una escuela, cruces caóticos y grises, edificios fantasmas. Bajo en la parada de un famoso centro comercial. Quiero ser testigo directo de este contraste de lujo y decadencia que permea la Ciudad. En esta parada se puede coger el tren sobre vía elevada de dos plantas, un monstruo de cemento gris y marrón con pilares como enormes patas de mamut. Un enredo de pasajes peatonales, pasarelas, tiendas, puestos ambulantes, callejuelas en estado de descomposición. Compro un billete de ida y vuelta para pasar sobre el río y observar la Ciudad que se lava la cara y se adorna con campos de golf, hoteles de lujo, barrios residenciales en construcción. Sólo es un rápido paréntesis que deja la escena a una extensión de suburbios sin fin, donde tradicionales techos de pagoda se alternan a edificios de cemento de enormes vidrieras reflectantes.

A la vuelta entro en el centro comercial. Inmenso, impoluto y perfecto. Boutiques de alta costura, grandes firmas, tiendas de diseño exclusivo y gadgets.  Me concedo una fugaz y picantísima comida en una de las callejuelas que lindan el centro comercial, extinguiendo el fuego con sorbos de té de jazmín. Faltan cuatro horas a la cita para partir en bus hacia el norte, donde me esperan lluvia y temporales. Decido pasar estas horas en un maravilloso parque, el más grande de la Ciudad, que quiere despedirse rescatándose de la mala acogida haciéndome don de unos momentos de tranquilidad y naturaleza. Empiezo a notar el cansancio y el sueño vuelve.

Ha sido una idea estupenda venir aquí al parque. Para estos momentos de sol y juegos de reflejos, para este skyline en contraluz, para los graznidos de los cuervos, para el varano en la orilla del lago, para los cinco minutos de yoga, para las fotos bien tomadas y las risas de los niños que juegan, para esto, aunque fuera sólo para esto, ha merecido la pena quedarse un último día en la Ciudad. Espero que la salud se quede conmigo y que me haga disfrutar de los días a venir en las montañas, a pesar de la lluvia.

Una última vuelta en el parque “del rescate”, una pausa en un banco, alguna pagina de «L’usage du monde», una ardilla apresurándose entre las ramas y cruzo finalmente la puerta principal del parque donde, a las seis en punto, delante de la estatua de Rama VI, resuena el que creo ser el himno nacional. Todo el mundo para de golpe, se congela como en una película de ciencia ficción sobre el fin del mundo. Parecen todos estatuas. La mano sobre el corazón. Yo también me paralizo y participo de este momento solemne y surrealista. Me siento parte de la Ciudad, ahora.

 18.30h En la estación de buses.
Una hora de espera, un batido de té verde, un poco de descanso.

Dejo la Ciudad. La mente aturdida como después de un sueño. La alucinación de otra yo. Un espejismo que deja un rastro de esperanza. 


...to be continued...