Walking on the moon

Walking on the moon

lunes, 26 de enero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 3ª

Día 2º  - 16h30 - en la terraza de un restaurante.
Pausa. La primera del día. Mi primera comida caliente desde que he aterrizado. Y también una cerveza. Estoy agotada. Como era de esperar, la noche ha sido un columpio de sueños, vigilia, calor, pensamientos, insomnio. Finalmente con los primeros rayos y el canto del monje he podido deslizar en un sueño restaurador.
Los pensamientos habían jugado hasta entonces, formulando preguntas sobre los motivos de este viaje (siempre y cuando todo tenga que tener una explicación). La respuesta más sencilla y sincera a veces es la mejor y se materializa mágicamente después de tanto buscarla. He tenido que quitar meticulosamente una cáscara de expectativas y de estereotipos para desnudar la semilla: este viaje es un impulso, una respuesta a la necesidad de soledad, de ponerse a prueba, de enfrentarse a sí mismo y a las eventuales dificultades, de saber disfrutar sin nadie más de una experiencia de vida. La elección del país, esta vez, ha sido pura contingencia. Todas las excusas «oficiales» proporcionadas a amigos y familiares son la superficie y no explican la pasión para el viaje que mueve mis decisiones. Cuando se viaja a solas se ve el mundo con otros ojos, los olores son más intensos, los detalles más presentes, los sonidos nos alertan o sosiegan. Es como si todo nuestro aparato sensorial vibrara más, los receptores se despiertan y nos hacen don de lucidez.
Entre pesadillas, dolor de cabeza y calor, he podido retomar vida activa y consciente sobre las nueve y media de la mañana. He pagado una noche más y he salido tambaleante hacia el ferry que me llevará a la estación de trenes. Quiero comprar el billete para ir al norte.

La estación es muy pintoresca. Con una gran sala de espera, un híbrido entre Estació de França de Barcelona y una película western. Me dirijo a la taquilla: no hay trenes. Ni para hoy, ni para mañana, ni para dentro de tres días. Todo el mundo ha decidido ir al norte a la vez. El desaliento me marea. No es posible, los tentáculos de la Ciudad me atrapan, me enredan, me arrastran y atan a sus pilares de cemento. Desfilan rápidas una serie de opciones posibles, combinaciones y cambios, sin embargo todo está agotado. Increíble. De repente caen los mitos sobre este país, alimentado por amigos y conocidos, según los cuales aquí nunca existen problemas para coger un tren, nunca hace falta reservar con antelación. Y allí está: la primera verdad del viaje me susurra al oído «cada experiencia es única; toma con cautela toda opinión y consejo». Es cierto que cada quien tiene que mirar con ojos propios y oír con propios oídos. 

En la cama. La noche.
«Esta ciudad me gana», pienso. Tengo que tranquilizarme y buscar un plan alternativo.
Esta ciudad. Con las calles desbordantes, con la imposibilidad de desplazarse y la pobre colaboración de los autóctonos (que además no aparentan ser tan excepcionalmente amables como dicen…). Al salir de la estación se me aproxima una chica joven de un puesto de información turística que previamente había ignorado. Me propone un viaje al norte en bus. Al principio había descartado esta opción por «poco auténtica», pero ahora me digo «¡Diablos! Quiero ir al norte, siento que allí será diferente. » Y entonces acepto. Acepto la noche en bus con aire acondicionado, refrescos y cena incluidos. Estoy muy feliz, mañana podré dejar la ciudad.
El día ha trascurrido en un estado de desgaste físico y lentitud acentuada por el bochorno. Me he arrastrado entre una etapa obligatoria y la otra: templos, estatuas majestuosas, palacios, lugares magníficos, grandiosos…¡lástima todos esos turistas! Y yo alimentando esa masa…Me concedo media hora de un masaje enérgico que me deja un poco acartonada.

Camino. Camino casi sin saber hacia dónde, pensando que debería comer algo. En cada esquina hay alguien tirado en el suelo, como un trapo usado y olvidado, los pies negros vigilados por perros llenos de costras. Hay mucha miseria. ¡Qué contraste con el cercano lujo de los templos!

El canto del monje me conforta ahora en la habitación. Se insinúa por la ventana, me alcanza desde lo lejos para decirme que por lo menos me quedaré con un recuerdo agradable de este lugar, esa voz persuasiva e hipnótica, potente y delicada a la vez. Al canto se entrelaza un zumbido continúo, quizás el aire acondicionado. Me vence un sueño profundo que, por desgracia, dura poco más de dos horas. El zumbido sigue allí, como una plegaria. Otra vez despierta. Bajo en búsqueda de un ordenador. «Qué hacer, dónde ir, cuándo, cómo, opciones, si, no, quizás?... » BASTA! Tengo que luchar contra el demonio de la inquietud, del arrepentimiento por cada elección, de la falta de tiempo, de la ansiedad de conocimiento. Tengo que parar la mente. Es la típica reacción del segundo día de viaje. Las palabras de Tew Bunnag sobre La Ciudad me acompañan de vuelta a la cama: «La  fealdad de esta ciudad nos cubre como hongos sobre una pared húmeda. Rascacielos en construcción se irguen al horizonte como esqueletos, uno entre ellos con una grúa en el techo, lonas de plástico oleando bajo la lluvia, el cemento que empieza ya a envejecer y a quebrarse. Al lado, un canal con aguas negras repleto de bolsas de plástico, una hilera de chabolas apoyadas las unas a las otras como borrachos que esperan de colapsar definitivamente, sus techos de láminas onduladas, candentes bajo el sol del mediodía. Un hombre con rastas en el pelo, oliendo cola, viejo y consumido antes del tiempo, sentado sobre la acera, su dedo indicando cada coche que pasa como si le estuviera enviando una silenciosa maldición. O quizás una bendición? »


...to be continued...


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