Día 2º - 16h30 - en la terraza de
un restaurante.
Pausa. La primera del día. Mi primera
comida caliente desde que he aterrizado. Y también una cerveza. Estoy agotada.
Como era de esperar, la noche ha sido un columpio de sueños, vigilia, calor,
pensamientos, insomnio. Finalmente con los primeros rayos y el canto del monje
he podido deslizar en un sueño restaurador.
Los pensamientos habían jugado hasta
entonces, formulando preguntas sobre los motivos de este viaje (siempre y
cuando todo tenga que tener una explicación). La respuesta más sencilla y
sincera a veces es la mejor y se materializa mágicamente después de tanto
buscarla. He tenido que quitar meticulosamente una cáscara de expectativas y de
estereotipos para desnudar la semilla: este viaje es un impulso, una respuesta
a la necesidad de soledad, de ponerse a prueba, de enfrentarse a sí mismo y a
las eventuales dificultades, de saber disfrutar sin nadie más de una
experiencia de vida. La elección del país, esta vez, ha sido pura contingencia.
Todas las excusas «oficiales»
proporcionadas a amigos y familiares son la superficie y no explican la pasión
para el viaje que mueve mis
decisiones. Cuando se viaja a solas se ve el mundo con otros ojos, los olores
son más intensos, los detalles más presentes, los sonidos nos alertan o
sosiegan. Es como si todo nuestro aparato sensorial vibrara más, los receptores
se despiertan y nos hacen don de lucidez.
Entre pesadillas, dolor de cabeza y
calor, he podido retomar vida activa y consciente sobre las nueve y media de la
mañana. He pagado una noche más y he salido tambaleante hacia el ferry que me
llevará a la estación de trenes. Quiero comprar el billete para ir al norte.
La estación es muy pintoresca. Con una
gran sala de espera, un híbrido entre Estació de França de Barcelona y una
película western. Me dirijo a la taquilla: no hay trenes. Ni para hoy, ni para
mañana, ni para dentro de tres días. Todo el mundo ha decidido ir al norte a la
vez. El desaliento me marea. No es posible, los tentáculos de la Ciudad me
atrapan, me enredan, me arrastran y atan a sus pilares de cemento. Desfilan
rápidas una serie de opciones posibles, combinaciones y cambios, sin embargo
todo está agotado. Increíble. De repente caen los mitos sobre este país,
alimentado por amigos y conocidos, según los cuales aquí nunca existen
problemas para coger un tren, nunca hace falta reservar con antelación. Y allí
está: la primera verdad del viaje me susurra al oído «cada experiencia es única; toma con cautela toda opinión y
consejo». Es cierto que cada quien
tiene que mirar con ojos propios y oír con propios oídos.
En la cama. La noche.
«Esta ciudad me gana», pienso. Tengo que tranquilizarme y buscar un plan
alternativo.
Esta ciudad. Con las calles
desbordantes, con la imposibilidad de desplazarse y la pobre colaboración de
los autóctonos (que además no aparentan ser tan excepcionalmente amables como
dicen…). Al salir de la estación se me aproxima una chica joven de un puesto de
información turística que previamente había ignorado. Me propone un viaje al
norte en bus. Al principio había descartado esta opción por «poco auténtica»,
pero ahora me digo «¡Diablos! Quiero ir
al norte, siento que allí será diferente. » Y entonces acepto. Acepto la noche en bus con aire
acondicionado, refrescos y cena incluidos. Estoy muy feliz, mañana podré dejar
la ciudad.
El día ha trascurrido en un estado de
desgaste físico y lentitud acentuada por el bochorno. Me he arrastrado entre
una etapa obligatoria y la otra: templos, estatuas majestuosas, palacios,
lugares magníficos, grandiosos…¡lástima todos esos turistas! Y yo alimentando
esa masa…Me concedo media hora de un masaje enérgico que me deja un poco
acartonada.
Camino. Camino casi sin saber hacia
dónde, pensando que debería comer algo. En cada esquina hay alguien tirado en
el suelo, como un trapo usado y olvidado, los pies negros vigilados por perros
llenos de costras. Hay mucha miseria. ¡Qué contraste con el cercano lujo de los
templos!
El canto del
monje me conforta ahora en la habitación. Se insinúa por la ventana, me alcanza
desde lo lejos para decirme que por lo menos me quedaré con un recuerdo
agradable de este lugar, esa voz persuasiva e hipnótica, potente y delicada a
la vez. Al canto se entrelaza un zumbido continúo, quizás el aire
acondicionado. Me vence un sueño profundo que, por desgracia, dura poco más de
dos horas. El zumbido sigue allí, como una plegaria. Otra vez despierta. Bajo
en búsqueda de un ordenador. «Qué hacer, dónde ir,
cuándo, cómo, opciones, si, no, quizás?... » BASTA! Tengo que luchar contra el demonio de la inquietud,
del arrepentimiento por cada elección, de la falta de tiempo, de la ansiedad de
conocimiento. Tengo que parar la mente. Es la típica reacción del segundo día
de viaje. Las palabras de Tew Bunnag sobre La Ciudad me acompañan de vuelta a
la cama: «La fealdad de esta ciudad
nos cubre como hongos sobre una pared húmeda. Rascacielos en construcción se
irguen al horizonte como esqueletos, uno entre ellos con una grúa en el techo,
lonas de plástico oleando bajo la lluvia, el cemento que empieza ya a envejecer
y a quebrarse. Al lado, un canal con aguas negras repleto de bolsas de
plástico, una hilera de chabolas apoyadas las unas a las otras como borrachos que
esperan de colapsar definitivamente, sus techos de láminas onduladas, candentes
bajo el sol del mediodía. Un hombre con rastas en el pelo, oliendo cola, viejo
y consumido antes del tiempo, sentado sobre la acera, su dedo indicando cada
coche que pasa como si le estuviera enviando una silenciosa maldición. O quizás
una bendición? »
...to be continued...
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