Walking on the moon

Walking on the moon

domingo, 15 de marzo de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - parte 6ª

Ha pasado un mes desde la última vez que las agujas del reloj me dejaron la ilusión de tener tiempo. Una concesión cada vez más difícil de obtener y disfrutar. Las hojas supérstites del pequeño naufrago cada día parecen seguir mis movimientos frenéticos. Una mirada silente y, a la vez, ensordecedora. Casi me parece oír sus lamentos, su imploración de ser leídas, traducidas, reescritas. Me piden de curar sus heridas, de volver a vivir a través de las teclas de mi ordenador, a través de los ojos de algún lector que, por casualidad, se haya tropezado con este relato.
Abro entonces el cuaderno en la página marcada durante mi última visita a este paciente: una poesía, una pincelada impresionista de un instante es lo que encuentro.

Una campanilla
Amable viento sobre el rostro
El labio aún ardiendo
Una mosca saborea
Tranquilidad.

Día 5. 10h. En la terraza delante del río.

No tener horarios es uno de los placeres de este viaje. He dormido más de diez horas para recuperar el sueño perdido. Hoy me dirigiré a un pueblo más al norte. Afortunadamente no llueve.

Aquí una práctica muy difusa son los masajes.  El precio ventajoso y la amplia oferta hacen de esta práctica un verdadero fenómeno turístico. De esta ciudad del norte, además, casi se podría decir que es la “capital del masaje”. Seducida por la abundante oferta, y deseosa de aliviar el dolor de espalda causado por el viaje en bus, ayer me concedí una sesión escogiendo al azar un centro dedicado a esta práctica en una de las calles principales. Doloroso al principio,  después reconciliador para las carnes, hasta placentero, el tratamiento fue verdaderamente benéfico. Siempre cuesta un poco abandonarse a las manos de un desconocido. El primer minuto de contacto es casi como intercambiar algunas palabras convencionales de presentación, para luego dejar fluir la conversación. La joven que me atendió fue un poco bruta en el trato, lo cual me hizo sacar mi natural caparazón protector. Pero con más calma me fijé en seguida en sus facciones duras y curtidas, su piel oscura como la de los campesinos de este país asolado, sus ojos inexpresivos y castaños como la madera de la esterilla donde reposaba. Me he preguntado qué podía desear esta chica de campo, cuáles podían ser sus sueños, adónde la llevaba la imaginación. Posiblemente trabaje allí 365 días al año, diez horas al día, compartiendo el espacio vital con sus compañeras. Repite los mismos movimientos decenas de veces al día, satisface miles de turistas como yo cada año. No sé nada de ella, pero por un instante me ha parecido poder ver con sus ojos y, extrañamente, me he dormido bajo sus manos seguras y expertas.
Por la noche fui a ver un espectáculo de deporte nacional, una lucha tradicional de descendencia monástica que hoy en día atrae a muchos adeptos y que, desgraciadamente, también alimenta todo un sistema de apuestas y mercado negro. Los combates son introducidos con un ritual de música y de intercambio de saludos entre los dos contrincantes, un momento encantador y elegante. Los turistas alrededor, seguramente poco informados, escupían comentarios ignorantes e inapropiados sobre el aburrimiento que, según ellos, este momento introductorio suscitaba. Mientras se superaban el uno con el otro en este fraseo tan superficial, algunos de sus amigos, unos rubios bien nutridos y de rostros encendidos por el alcohol, apostaban ruidosamente con algunos autóctonos. Durante los encuentros, inevitables gritos, risas y frases despectivas en contra de uno o del otro participante.
A pesar de estas presencias indeseables, los encuentros fueron atractivos. El entorno, además, proporcionaba un verdadero espectáculo en sí mismo: barras al lado del ring desde las cuales escurrían ríos de cerveza y whiskey, regando a los gigantes de cabello dorado, ya borrachos y cuyas caras parecían explotar.  En cada esquina del amplio local estaba posicionado un ventilador muy grande y potente, que molestaba el descanso de un intrico de telarañas y polvo colgante desde una red. Como sinuosas algas marinas, estos cordones de suciedad secular vacilaban amenazantes sobre nuestras cabezas.
El campeonato duró mucho tiempo. Algunos encuentros resultaron más aburridos, como suele pasar en estas ocasiones, otros más excitantes. Por ejemplo, me puse casi a gritar cuando una chica diminuta con aspecto muy sencillo y humilde ganó a otra que procedía evidentemente de la ciudad y cuya actitud era desdeñosa y arrogante.
Entre todas las emociones del día de ayer, es extraño pensar que, durante el camino de vuelta a la pensión, el momento que más me seguía rodando en la cabeza fue el hecho de que un joven durante el espectáculo me había hablado de Usted.  ¿Se ve mucho que ya no tengo veinte años? ¿Qué es lo que hace que me hablen de Usted, el vestuario o estas cuatro arrugas? ¿Tanto se notan?

Esperando el autobús.
A mi izquierda, un hombre con el pulgar amputado, bolsa inmensa de plástico, zapatillas de polipiel, uñas negras que coronan unos dedos nudosos. Su rostro está curtido, bruñido por la luz violenta y tropical, por la edad y la pobreza. A mi derecha, un grupo de rubios (¡Cuántos hay!) rellenos y vestidos en estilo new-hippie, de colores y con muchas pulseritas, rastas en la cabeza y anillos en la nariz. No paran de hablar ni un momento, sentados en el suelo con su montaña de mochilas y el crujido de los snacks que engullen constantemente. En el medio, estoy yo, en el metro cuadrado que ocupo. Las manos resecas, las uñas desgastadas, el olor dulce de sudor y piel que me gusta de mí en verano, la mirada fugaz e inquieta, esta librita en la mano.
En el fondo este viaje está siendo el retiro que me había planteado desde el principio: no hablo nunca con nadie. No quiero socializar, quiero estar sola, mirar el mundo como si no existiera. Quisiera ser invisible y vagar por las tierras, observar el mundo sin ser observada, escuchar sin dejar oír mi voz, dejarme preñar  por los olores, abrir todos los sentidos al mundo.
Tampoco quiero obligarme a hacer. Quiero calmar el espíritu y entrenarme en la no-acción.
Pero ahora estoy aquí y el bus todavía no se ve y me esperan cuatro horas de viaje.
 

19.15h terraza del poblado en las montañas.
Llueve. No, diluvia. Una nube descansa sobre una negra colina, delineando sus límites.  La vegetación es exuberante, intricada, misteriosa, como embrujada. Espero mi cena y me embebo de aire húmedo y limpio. Un gatito es mi compañero momentáneo. Jugamos. En la espera, leo un cuento en un libro de historias tradicionales encontrado aquí, sobre una de estas mesillas de bambú. El viaje en pick-up ha sido un poco atrevido, pero me ha desvelado unos paisajes espectaculares y melancólicos.

El gatito se pasea sobre mis páginas. La cena ha llegado.

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