Walking on the moon

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lunes, 19 de enero de 2015

El otro día pasó una cosa extraña - Parte 2ª

No sé si soy yo que he perdido la costumbre al viaje o si son los mapas mal hechos, pero no consigo orientarme en esta ciudad tan caótica. Pensaba poder alcanzar mi pensión andando, contra todo consejo de los autóctonos - típico de mí y de mi tozudez. Sin embargo, las malolientes autopistas multiniveles que hieren la ciudad de arriba abajo se han erguido ante mi pequeña figura, cansada del cambio horario y del viaje de 17 horas, como la sombra amenazadora de un machete. Catapultada en esta estruendosa realidad, enjaulada en una estructura urbana rompecabezas, he entendido al fin que mi hazaña no era realizable. Igualmente, haber caminado un poco me ha dado la posibilidad de familiarizar con la práctica difundida de la moto-taxi, así que me he dejado convencer por un poco fiable personaje de la calle, desarrapado como su resoplante medio de locomoción. Un hombre de mediana edad, exhibiendo una gastada chaqueta motera con escrito «Police» en la espalda, tatuajes desteñidos en las manos, la mugre bajo las largas uñas, el olor a cigarro mojado y alcohol. En dos segundos me veo sentada a horcadas sobre ese corcel digno de desguace, suplicante piedad a su dueño bajo una torrencial lluvia tropical que hizo mis pantalones pegajosos y adherentes a la piel. Mi mochila de viaje y mi tamaño, descomunal para una mujer lugareña, contribuían a que la gente se riera a la vista de una tan improbable pareja de la carretera.

A pesar del cansancio y de las primeras dificultades en tierra lejana, esa pequeña aventura del día me ha llenado, me ha dado lo que suelo buscar en los desplazamientos a países ajenos: el sentimiento de igualdad en la diversidad, cumpliendo gestos cotidianos y viéndome involucrada en ellos guardando mi mirada analítica de extranjera. 

Una sensación completamente opuesta me han dejado los alrededores donde se ubica la pensión.
Después de un descanso de unas cuantas horas, he salido tímidamente de mi refugio para reencontrarme con el nuevo paisaje (y buscar algo de comida). Lo que he visto me ha dejado de piedra: avalanchas de turistas occidentales devoran las calles, ríos de mochileros chorrean desde los autobuses de viajes organizados, decenas de puestos de comida callejera y de camisetas baratas de dudable gusto estético, altos y rubios bebedores de cerveza en bares desde donde resuenan las notas familiares de populares canciones americanas. ¿Cómo sería este barrio sin esta población ajena? El que me pareció un círculo infernal dantesco, se alejaba tanto de lo que me esperaba encontrar y de mi forma de entender el viaje que me sentí invadir por la angustia y el deseo de huida. Seguí caminando todavía algunos minutos más, confundida y mareada, y en seguida el cansancio se apoderó una vez más de mí. Un cansancio profundo, mental. El sosiego llegó al pensar que sólo se trataba del primer día y que, obviamente, hubiera tenido que pasar por un tiempo de adaptación. Empecé a enumerar todas las cosas que hubiera podido hacer el día siguiente, con el cuerpo descansado y la mente fresca. Pero ya el deseo de moverse se hacía presente, la inquietud, la necesidad de no parar y de estar en la condición de tránsito. 
Tengo que reservar el tren para ir al norte.

La despedida parece ya tan lejana…

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