No sé si soy yo que he perdido la
costumbre al viaje o si son los mapas mal hechos, pero no consigo orientarme en
esta ciudad tan caótica. Pensaba poder alcanzar mi pensión andando, contra todo
consejo de los autóctonos - típico de mí y de mi tozudez. Sin embargo, las
malolientes autopistas multiniveles que hieren la ciudad de arriba abajo se han
erguido ante mi pequeña figura, cansada del cambio horario y del viaje de 17
horas, como la sombra amenazadora de un machete. Catapultada en esta
estruendosa realidad, enjaulada en una estructura urbana rompecabezas, he
entendido al fin que mi hazaña no era realizable. Igualmente, haber caminado un
poco me ha dado la posibilidad de familiarizar con la práctica difundida de la
moto-taxi, así que me he dejado convencer por un poco fiable personaje de la
calle, desarrapado como su resoplante medio de locomoción. Un hombre de mediana
edad, exhibiendo una gastada chaqueta motera con escrito «Police» en la
espalda, tatuajes desteñidos en las manos, la mugre bajo las largas uñas, el
olor a cigarro mojado y alcohol. En dos segundos me veo sentada a horcadas
sobre ese corcel digno de desguace, suplicante piedad a su dueño bajo una
torrencial lluvia tropical que hizo mis pantalones pegajosos y adherentes a la
piel. Mi mochila de viaje y mi tamaño, descomunal para una mujer lugareña,
contribuían a que la gente se riera a la vista de una tan improbable pareja de
la carretera.
A pesar del cansancio y de las
primeras dificultades en tierra lejana, esa pequeña aventura del día me ha
llenado, me ha dado lo que suelo buscar en los desplazamientos a países ajenos:
el sentimiento de igualdad en la diversidad, cumpliendo gestos cotidianos y
viéndome involucrada en ellos guardando mi mirada analítica de extranjera.
Una sensación completamente opuesta me
han dejado los alrededores donde se ubica la pensión.
Después de un descanso de unas cuantas
horas, he salido tímidamente de mi refugio para reencontrarme con el nuevo
paisaje (y buscar algo de comida). Lo que he visto me ha dejado de piedra:
avalanchas de turistas occidentales devoran las calles, ríos de mochileros
chorrean desde los autobuses de viajes organizados, decenas de puestos de
comida callejera y de camisetas baratas de dudable gusto estético, altos y
rubios bebedores de cerveza en bares desde donde resuenan las notas familiares
de populares canciones americanas. ¿Cómo sería este barrio sin esta población
ajena? El que me pareció un círculo infernal dantesco, se alejaba tanto de lo que
me esperaba encontrar y de mi forma de entender el viaje que me sentí invadir
por la angustia y el deseo de huida. Seguí caminando todavía algunos minutos
más, confundida y mareada, y en seguida el cansancio se apoderó una vez
más de mí. Un cansancio profundo, mental. El sosiego llegó al pensar que
sólo se trataba del primer día y que, obviamente, hubiera tenido que pasar por
un tiempo de adaptación. Empecé a enumerar todas las cosas que hubiera podido
hacer el día siguiente, con el cuerpo descansado y la mente fresca. Pero ya el
deseo de moverse se hacía presente, la inquietud, la necesidad de no parar y de
estar en la condición de tránsito.
Tengo que reservar el tren para ir al
norte.
La despedida parece ya tan lejana…

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