Ha
pasado un mes desde la última vez que las agujas del reloj me dejaron la
ilusión de tener tiempo. Una concesión cada vez más difícil de obtener y
disfrutar. Las hojas supérstites del pequeño naufrago cada día parecen seguir
mis movimientos frenéticos. Una mirada silente y, a la vez, ensordecedora. Casi
me parece oír sus lamentos, su imploración de ser leídas, traducidas, reescritas. Me piden de curar sus heridas, de volver a vivir a través de las
teclas de mi ordenador, a través de los ojos de algún lector que, por
casualidad, se haya tropezado con este relato.
Abro
entonces el cuaderno en la página marcada durante mi última visita a este
paciente: una poesía, una pincelada impresionista de un instante es lo que
encuentro.
Una campanilla
Amable viento sobre el
rostro
El labio aún ardiendo
Una mosca saborea
Tranquilidad.
Día 5. 10h. En la terraza
delante del río.
No tener horarios es uno
de los placeres de este viaje. He dormido más de diez horas para recuperar el
sueño perdido. Hoy me dirigiré a un pueblo más al norte. Afortunadamente no
llueve.
Aquí una práctica muy
difusa son los masajes. El precio
ventajoso y la amplia oferta hacen de esta práctica un verdadero fenómeno
turístico. De esta ciudad del norte, además, casi se podría decir que es la “capital
del masaje”. Seducida por la abundante oferta, y deseosa de aliviar el dolor de espalda causado por el viaje en bus, ayer
me concedí una sesión escogiendo al azar un centro dedicado a esta práctica en una de las
calles principales. Doloroso al principio, después reconciliador para las carnes, hasta placentero,
el tratamiento fue verdaderamente benéfico. Siempre cuesta un poco abandonarse a las
manos de un desconocido. El primer minuto de contacto es casi como intercambiar
algunas palabras convencionales de presentación, para luego dejar fluir la
conversación. La joven que me atendió fue un poco bruta en el trato, lo cual me
hizo sacar mi natural caparazón protector. Pero con más calma me fijé en seguida en sus facciones
duras y curtidas, su piel oscura como la de los campesinos de este país
asolado, sus ojos inexpresivos y castaños como la madera de la esterilla donde
reposaba. Me he preguntado qué podía desear esta chica de campo, cuáles podían
ser sus sueños, adónde la llevaba la imaginación. Posiblemente trabaje allí 365
días al año, diez horas al día, compartiendo el espacio vital con sus compañeras.
Repite los mismos movimientos decenas de veces al día, satisface miles de
turistas como yo cada año. No sé nada de ella, pero por un instante me ha
parecido poder ver con sus ojos y, extrañamente, me he dormido bajo sus manos
seguras y expertas.
Por la noche fui a ver un
espectáculo de deporte nacional, una lucha tradicional de descendencia
monástica que hoy en día atrae a muchos adeptos y que, desgraciadamente,
también alimenta todo un sistema de apuestas y mercado negro. Los combates son
introducidos con un ritual de música y de intercambio de saludos entre los dos
contrincantes, un momento encantador y elegante. Los turistas alrededor,
seguramente poco informados, escupían comentarios ignorantes e inapropiados
sobre el aburrimiento que, según ellos, este momento introductorio suscitaba.
Mientras se superaban el uno con el otro en este fraseo tan superficial, algunos
de sus amigos, unos rubios bien nutridos y de rostros encendidos por el alcohol,
apostaban ruidosamente con algunos autóctonos. Durante los encuentros,
inevitables gritos, risas y frases despectivas en contra de uno o del otro
participante.
A pesar de estas
presencias indeseables, los encuentros fueron atractivos. El entorno, además, proporcionaba
un verdadero espectáculo en sí mismo: barras al lado del ring desde las cuales escurrían
ríos de cerveza y whiskey, regando a los gigantes de cabello dorado, ya
borrachos y cuyas caras parecían explotar. En cada esquina del amplio local estaba
posicionado un ventilador muy grande y potente, que molestaba el descanso de un
intrico de telarañas y polvo colgante desde una red. Como sinuosas algas
marinas, estos cordones de suciedad secular vacilaban amenazantes sobre
nuestras cabezas.
El campeonato duró mucho
tiempo. Algunos encuentros resultaron más aburridos, como suele pasar en estas
ocasiones, otros más excitantes. Por ejemplo, me puse casi a gritar cuando una
chica diminuta con aspecto muy sencillo y humilde ganó a otra que procedía
evidentemente de la ciudad y cuya actitud era desdeñosa y arrogante.
Entre todas las emociones
del día de ayer, es extraño pensar que, durante el camino de vuelta a la
pensión, el momento que más me seguía rodando en la cabeza fue el hecho de que
un joven durante el espectáculo me había hablado
de Usted. ¿Se ve mucho que ya no tengo
veinte años? ¿Qué es lo que hace que me hablen de Usted, el vestuario o estas
cuatro arrugas? ¿Tanto se notan?
Esperando el autobús.
A mi izquierda, un hombre
con el pulgar amputado, bolsa inmensa de plástico, zapatillas de polipiel, uñas
negras que coronan unos dedos nudosos. Su rostro está curtido, bruñido por la
luz violenta y tropical, por la edad y la pobreza. A mi derecha, un grupo de
rubios (¡Cuántos hay!) rellenos y vestidos en estilo new-hippie, de colores y
con muchas pulseritas, rastas en la cabeza y anillos en la nariz. No paran de
hablar ni un momento, sentados en el suelo con su montaña de mochilas y el
crujido de los snacks que engullen constantemente. En el medio, estoy yo, en el
metro cuadrado que ocupo. Las manos resecas, las uñas desgastadas, el olor
dulce de sudor y piel que me gusta de mí en verano, la mirada fugaz e inquieta,
esta librita en la mano.
En el fondo este viaje
está siendo el retiro que me había planteado desde el principio: no hablo nunca
con nadie. No quiero socializar, quiero estar sola, mirar el mundo como si no
existiera. Quisiera ser invisible y vagar por las tierras, observar el mundo sin
ser observada, escuchar sin dejar oír mi voz, dejarme preñar por los olores, abrir todos los sentidos al
mundo.
Tampoco quiero obligarme a
hacer. Quiero calmar el espíritu y entrenarme en la no-acción.
Pero ahora estoy aquí y el
bus todavía no se ve y me esperan cuatro horas de viaje.
19.15h terraza del poblado
en las montañas.
Llueve. No, diluvia. Una
nube descansa sobre una negra colina, delineando sus límites. La vegetación es exuberante, intricada, misteriosa,
como embrujada. Espero mi cena y me embebo de aire húmedo y limpio. Un gatito
es mi compañero momentáneo. Jugamos. En la espera, leo un cuento en un libro de
historias tradicionales encontrado aquí, sobre una de estas mesillas de bambú.
El viaje en pick-up ha sido un poco atrevido, pero me ha desvelado unos
paisajes espectaculares y melancólicos.
El gatito se pasea sobre
mis páginas. La cena ha llegado.
...
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